El último otoño de lucidez

El último otoño de lucidez

El último otoño de lucidez

¿Quién no conoce una mujer así, como doña Sonia? Divorciada, esbelta, todavía joven y con un corazón grandote para amar por igual a los tres hijos de su único matrimonio.

Una amiga común —Jacqueline Montserrat— me contó los avatares de su vida en una sola tarde.

La invité a tomar una copa de su vino predilecto, sentados de manera apacible en una terraza de playa. A la hora acordada llegó; y allí estábamos, solos y con el propósito de hablar de sueños absurdos de cada cual, la luz, los deslumbrantes colores y las risotadas de los buenos tiempos.

En un momento, con el ademán convencional para esos casos, el camarero trae la carta de bebidas. Mediante un acuerdo común sobre año de crianza y grado de alcohol ordeno una botella de vino cabernet sauvignon, minutos después está en nuestra mesa; y mientras el camarero hace el descorche hablo por encima del rumor del mar y digo que regresé para quedarme. Quiero establecerme en el país, luego de varios años de estudios en Europa. El frío era implacable y la nostalgia desgarradora.

No recuerdo cómo doña Sonia cayó en nuestra conversación vespertina.

El divorcio —dijo ella— la dejó en buena posición, con una fortuna incuantificable, pero mi entrañable amiga Sonia asumió un patrón de vida como si estuviera viuda, vestía de manera sobria, siempre elegante, impecable. Nada de maquillaje. Iba al gimnasio y también hacía Pilates, con la práctica sistemática mantenía su cuerpo en punto, exquisito. No toleraba las fiestas. Su condición era para llevarse el mundo por  delante. En cambio, nunca tiene una sonrisa pintada en los labios.

El ritmo de la casa lo imponía la alegría de los tres hijos. Dos, en realidad, porque Noelia, la mayor, hizo matrimonio y se quedó a vivir en una casa preciosa de Connecticut, Estados Unidos. Feliz, con su primogénito y el único nieto de doña Sonia. Noelia habla con la madre diez veces cada día por videoconferencia y por ahí tratan pormenores afectivos y de paso puede ver los avances del nieto. No habla todavía. Aunque muy pronto dirá mamá.

En Connecticut se quedarían anclados hasta que el niño alcance mayoría de edad, eso dijo el esposo de Noelia, que entró de manera fugaz en la pantalla del iPad; y estudiará donde solo pueda hablar inglés. Nunca habrá comida china en la alimentación del niño.

¿Quién no se siente afortunado si conoce una mujer así, como doña Sonia? Admirable. Dedicada por un lado, cada mañana, a cuidar con sus propias manos el enorme y florido jardín de la casa; y, de manera exclusiva, a sus actividades de caridad social. Trabaja con tesón y entusiasmo. Enrolada siempre en la organización de bazares con fines caritativos. El fruto de la colecta engrosaba un patrimonio con el propósito de cubrir becas de estudio y alojamiento para niños huérfanos, gastos médicos a mujeres que pierden batallas de salud. O son perseguidas y amenazadas por asuntos pasionales.

¿Quién no se emociona cuando conoce una mujer así, como doña Sonia? Nadie se le compara. Trabajadora incansable y visionaria. Hizo historia. Ayudó a crear empleos para mujeres con ideas que trajo desde Pasadena, California. Tocó puertas y logró el apoyo de inversionistas del área turística y dueños de tres cadenas de hoteles. Así emprendió en la ciudad un proyecto que bautizó como «Desfile de las flores». Todo un éxito desde la primera convocatoria, con despliegue de bandas de música y cientos de carrozas tiradas por caballos percherones y decoradas conforme a temas elegidos. Era impresionante el derroche de perfumadas y vistosas flores cultivadas en los campos del entorno; y resultaba incuantificable la cantidad de personas que esperaban, pacientemente, el desfile de las  carrozas, al borde de las calles, luego de su salida de los puestos oficiales.

¿Quién no se sorprendería cuando cree que lo sabe todo y conoce una mujer así, como doña Sonia? Dueña hasta ahora de un mundo sin sospechas, pero que atesora sueños azules, intimidades y secretos del corazón que no eran del dominio público. Una parte de su vida, como si se tratara de la zona oscura de un iceberg, la llenaba un amor con citas arregladas por mí; encuentros espaciados, furtivos y entrega de besos hambrientos, robando aliento y suspiros, con manos llevando caricias a riendas sueltas, sin pausa, a los cuerpos entregados en un recorrido sin destino, desconcertante, inventando, segundo a segundo, una pasión sin límites, como si se tratara de probar ricos manjares.

Yo me imagino, Jacqueline, que ese nido de amor era resguardado con gran sigilo.

Sí. Ese era un nido inexpugnable, único, para la entrega sin límites de un amor irracional, de encuentros ardientes y que ella compartía en secreto con el gran amor a sus hijos.

Una mujer increíble, hambrienta y cauta, doña Sonia, pero sigue, sigue. No te detengas. El amante era su tesoro, con varios años más joven. Inteligente, vigoroso, fuerte, atlético, de buen mirar. En ese momento del hechizo estuvo a punto de escribirle un poema o una canción de amor.

A veces ella bromeaba con su príncipe de la oscuridad. «Y si te comparo con un animal, serías un caballo de paso fino».

Risas mías y de Jacqueline. El camarero regresa, rellena las copas y se marcha.

Salud, dice ella. Salud, respondo y levantamos las copas.

Nadie se podía enterar. Yo como una tumba y ella confiaba en mí. Era una señora de la alta sociedad y su honor, a toda costa, y sin desmedro de su felicidad, había que mantenerlo intacto.

Y por qué no arregló ese ámbito oscuro con los hijos. El amor no se oculta de esa forma tan ruin y dolorosa, con tanto sacrificio. Debió hablar con ellos.

Ay, Javier, amigo mío. ¿No te lo imaginas? Por miedo. Ese hombre era increíble, atento, siempre con detalles, y sobre todo, le daba orden y estructura, solidez o esencia existencial a esa parte de su vida. Nunca le resultaría fácil tomar una decisión. ¿Qué ocurrió? Contrario a los dictámenes de una lógica elemental, se aferró como nunca a su miedo. Amaba a ese hombre, estaba para él, entregada y totalmente ofuscada. No veía más allá de sus límites emocionales. En fin, por ese miedo visceral mantenía a sus hijos fuera de aquella historia; y, sobre todo miedo a los reproches y reclamos de Noelia.

Un día doña Sonia tuvo una complicación cardíaca muy seria.

Cuéntame Jacqueline, ¿qué ocurrió? Vamos, cuéntame; y bebe. El vino está exquisito.

Una junta de médicos avisó. No había que perder tiempo. Y con toda la analítica en las manos, los hijos se enteran, hablan entre ellos.

Doña Sonia necesitaba con urgencia una cirugía de corazón abierto. En un tramo del proceso se tomó otra decisión. No podía seguir con ese corazón tan grande. Muy pesado. El pecho andaba resentido, ¿por qué razón tendría que soportar tanta carga?

El médico hizo la evaluación necesaria y colocó un corazoncito en su lugar. Desde el primer día  se acopló  de manera eficaz, latiendo a buen trote.

El médico a cargo del seguimiento sonrió cuando ella abrió los ojos. Te veo muy bien, dijo. El personal de enfermería lo acompaña y vigila sus signos vitales ante los monitores.

La recuperación será lenta, pero efectiva. Te sugiero que tengas paciencia. Y de inmediato pasó a los controles de rutina. Antes de marcharse tomó su mano y le dijo que tenía que darle una información muy personal, pero que lo haría cuando esté completamente estable; y ese día llegó. Habló con ella y le hizo saber, primero, de un hombre apuesto que la visitó a diario, durante su estado de coma; y segundo, que ese hombre ya sabía que tu nuevo corazón era pequeño y en él había un espacio muy limitado; solo le iba a servir para querer a un hijo.

La segunda noticia desorganizó una parte de su vida. Ella no dijo nada. Dos gruesas lágrimas amargas corrieron por su rostro.

La habitación, ese día, y poco a poco, se llenó de visitas. En primer orden los tres hijos. También las amigas de las cofradías sociales, una camada de huérfanos profesionales y reinas de pasados desfiles de las flores. Entre los visitantes ella buscaba un rostro, un rostro que se proyectaba en su mente de manera indeleble, fija, con la fuerza que genera una fotografía por sí sola, sin sonidos, sin palabras. Un rostro que recuerda y si consigue verlo entre los visitantes movería su corazón de una forma diferente.

En cada oleada de visitas hacía lo mismo, mirar. Mirar en silencio; y nada.

En cuanto a mí recuerdo que estábamos solas en la habitación y hablamos. Me hizo varias preguntas. No era mi intención ocultarle nada. Así que hablo y le conté, con mucho cuidado, lo que tenía que ver con la misteriosa desaparición de su caballo de paso fino.

En el curso de ese otoño empezó a vivir una realidad opaca. Los dos hijos hablaron con ella; eran adultos, egresados de la mejor universidad con altos méritos académicos. Ella vivía como solo puede hacerlo una auténtica madre, feliz y orgullosa.

Ambos hijos tenían hambre de mundo. Los dos con trabajos importantes: consultores en firmas de capital privado.

Doña Sonia nunca se imaginó ese momento. Un dolor sin origen cierto se impuso desgarrándole el alma; y ellos se marcharon cuando se agotó el montón de besos, los abrazos lacrimógenos y la promesa que no cumplirían de regresar a visitarla en cada Navidad.

La soledad y el silencio, un minuto después de la despedida, se arrastraban por todos los ámbitos de la casa; y, finalmente, con el paso de los años, cayó en su último otoño de lucidez.

¿En qué momento el corazón de doña Sonia se extravió entre los dédalos del Alzheimer y las emociones vacías? ¿Cuál era el plan del destino? Nadar en el proceloso mar de los hechos pasados y la nostalgia ya no tiene sentido para ella.

En la casa, a su lado, solo quedábamos cuatro personas: la mucama, una enfermera, el jardinero y yo, a quien apenas reconoce.

Las visitas menguaron drásticamente, pero el jardín seguía en pie, divino, hermoso.

Yo, como parte de un detalle personal, colocaba cada mañana en la habitación un bocal relleno de flores. A veces príncipes negros, otras veces rosas rojas y girasoles de manera más frecuente. Con el olor abría los ojos, me miraba a su lado, y sonreía.

Un día, sin darse cuenta, doña Sonia amaneció con el corazón seco y ya no recordaba qué era el amor.



Rafael García Romero

Rafael García Romero. Novelista, ensayista, periodista. Tiene 18 libros publicados y es un escritor cuya trayectoria está marcada por una audaz singularidad narrativa, reconocido como uno de los pilares esenciales de la literatura dominicana contemporánea. Premio Nacional de Cuento Julio Vega Batlle, 2016.