El tiempo, la vida y la muerte

El tiempo, la vida y la muerte

El tiempo, la vida y la muerte

El hombre es mortal porque es un ente hecho de tiempo. Su existencia es temporal, y por eso su tiempo en la tierra es limitado, condicionado por una situación cronológica. La vida humana es breve porque transita al filo del tiempo: está determinada por su transcurrir. Por tanto, la vida no es un eterno retorno, ya que el tiempo es irrepetible, y por eso la vida también es irrepetible. Tampoco la muerte se repite porque es única e intransferible. De ahí que no hay solo vida eterna sino nacimiento y muerte eternas. Hay un constante nacer y morir, pero no un constante estar en el mundo. Somos finitos porque solo el nacimiento y la muerte son infinitos: no cesa el hombre de nacer y de morir.

La vida es breve porque está condicionada por el tiempo, que es perpetuo, y a la vez eterno, móvil e invisible. El tiempo es infinito y la vida es finita. De ahí su poder sobre los hombres. No somos eternos porque estamos determinados por el espacio del tiempo, a pesar de que somos seres temporales. Y el tiempo siempre tiene sed de espacio, y por tanto es inabarcable e inconmensurable. Si como dijo Hipócrates en su apotegma que “el tiempo es largo y breve la vida”, podemos decir que el tiempo que encarna en poesía, música y danza (artes temporales) es más largo que el arte, pues no hay arte sin hombre, y éste es un ser temporal, y por tanto mortal.

Amamos la vida porque es un bien escaso, breve, y por ende, preciado. No amamos lo abundante ni lo común, y de ahí que el hombre ame la vida y le tema a la muerte. La existencia es, en consecuencia, escasa porque es corta y encarna el placer, no el dolor, que lo represente la muerte. La vida reporta deseo porque es un origen y no un fin, como lo es la muerte, que el final eterno. El tiempo de la vida es un bien preciado -o apreciado. La vida se disipa en el tiempo y también se destruye porque es su partero y su creador. El valor de la vida se mide en tiempo, y éste nos da la vida y también nos la arrebata porque es a la vez el padre de la vida y de la muerte. El tiempo terrenal del hombre está condicionado por la mortalidad. De ahí que Heidegger dijera que el hombre es un “ser para la muerte”.

Si leemos este axioma, podemos corregirlo diciendo que somos seres para la natalidad. Es decir, si “somos seres para la muerte”, también podemos colegir que venimos del nacimiento de una vida que no sabemos cuándo se disipará en muerte, y por eso la perplejidad y la angustia que encarna la existencia. Somos seres que nacemos y morimos, pero no sabemos cuándo ni dónde.

El hombre se satisface y llena su tiempo de vida; le da sentido a su vida cotidiana, con la filosofía (Séneca o Montaigne), el arte, la religión, los viajes, el ocio, la lectura, el sexo, el trabajo o la música (Schopenhauer o Nietzsche). Así pues, el hombre busca darle sentido a su vida para “matar el tiempo”, su único enemigo, como forma de aliviarse u olvidarse de la muerte, para huir de la angustia y la incertidumbre, es decir, del dolor, y de ahí que se refugie en el placer y la búsqueda de la felicidad. La vida está, en síntesis, normada por la escasez, y el tiempo no conoce la escasez porque es abundantemente eterno y perpetuo.



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