Antes de que apareciera el concepto de civilización, y de que las sociedades se dividieran en países y naciones, no existían las fronteras físicas.
La idea de levantar muros materiales para dividir a los hombres en límites geográficos surgió cuando las sociedades se dividieron en clases sociales. No eran necesarios.
La construcción de la muralla china (del siglo V antes de C al XVI) fue una idea del emperador Qin Shi Huang, no para dividir a China sino para evitar las invasiones de ejércitos enemigos.
Europa levantó el muro de Berlín, tras la derrota del nazismo y el fin de la Segunda Guerra Mundial para dividir a Alemania en un ala socialista y otra capitalista. El muro fue derribado en 1989 con la caída del comunismo y el fin de la Guerra Fría, que representó el fin de las hostilidades en el campo ideológico, de las dos superpotencias: USA-URSS.
Sin embargo, apenas veintiséis años después de aquel trascendental acontecimiento, asistimos de nuevo al retorno de los muros, o a la época en que recomienza el reino de las fronteras intra-europeas.
Lo que observamos este año en Europa no es el levantamiento de paredes de concreto sino la erección de muros mentales en Francia, Alemania, Austria y Suecia con el incremento de los controles fronterizos como consecuencia de la crisis de refugiados de Oriente Medio y de África.
Este nerviosismo aumenta tras la masacre del pasado 13-N de París, como si el terrorismo proviniera de los territorios fuera de Europa, cuando en realidad, los artífices de las células terroristas islámicas están en el seno de Europa, cuyos representantes no son más que algunos inmigrantes nacidos, educados y criados en el corazón de Francia, Reino Unido, Bélgica y en otros países de la mancomunidad europea.
Esta crisis migratoria se agrava aún más, pues los afectados huyen del terror político, las guerras y la miseria, ya no de las dictaduras de África o Asia, desplazadas por otros flagelos, acaso peores.
Lo terrible no es la cantidad que logra penetrar al territorio de la Eurozona, sino la otra parte que perece o desaparece en la mar.
Hoy día el Mediterráneo se ha convertido en una especie de “cementerio marino”, como diría el poeta Paul Valery. Ese drama de los naufragios, retratados como un tema romántico por el pintor francés Theophile Gericault -con su cuadro “La balsa de medusa” (1819)-, se vuelve en el presente, alegoría del espanto y la desesperación, y una tétrica realidad cotidiana.
Europa, el otrora continente cuna de la libertad, la razón y la iluminación –que paradójicamente, también fue el continente colonialista-, ahora ha vuelto a ser el que levanta muros no físicos -como el que derribó en 1989-, sino el que erige muros mentales y jurídicos para evitar el terrorismo y la violencia, azotes de la vida moderna, prohijados por la intolerancia religiosa, el odio racial y la marginalidad social.
El terrorismo fanático hoy es el enemigo invisible, sin rostro, no solo de Europa sino de la civilización y la convivencia humana. Este fenómeno inició, en cierto modo, la Tercera Guerra Mundial, con el atentado del 11-S, con la pulverización de las torres gemelas y la creación del fin de la privacidad y la histeria histórica contemporánea.