MANAGUA, Nicaragua. Aún está oscuro. Son casi las siete en República Dominicana, y aquí apenas pasan algunos minutos de las cinco de la madrugada.
En la dubitativa claridad del amanecer el cielo es de un azul muy tenue, casi transparente. En algún lugar del horizonte formaciones de nubes prefiguran un vago matiz naranja.
El silencio es profundo. Esta paz y esta quietud representan una auténtica bendición.
Anoche apenas pude conciliar el sueño. Hablé con dos amigos hasta tarde y en sus palabras, descripciones y juicios se deslizaba esa preocupación profunda de quien vive una situación imposible, por no decir irresoluble. Ambos me enviaron numerosas imágenes de la cotidianidad de ese conglomerado que se denomina Haití y confieso que me robaron la tranquilidad.
No exagero si afirmo que, en relación a esos “vecinos”, transitamos por una situación delicada y riesgosa. Y esta apreciación es doblemente preocupante cuando se considera todo el esfuerzo que realizan las autoridades bajo el mandato del presidente Abinader para fomentar un estado de normalidad, equilibrio y progreso en nuestro territorio.
Las maldades y desaciertos de los malos gobiernos que hemos sufrido los dominicanos en las últimas décadas, han provocado un daño profundo no solo en toda la estructura social sino en la naturaleza intrínseca de cada uno de nosotros. La coronación de este nefasto estado de cosas ha sido la pandemia y las horribles consecuencias de ese mal universal que han quedado impresas en nuestra conducta al rojo vivo.
Nunca, como hasta en los años recién transcurridos, se vio en nuestro país y sus diversos sectores tal degradación de las costumbres, tal apetito desmedido por el dinero mal habido, por la búsqueda del placer y la complacencia sin límites ni reparos, por un absoluto abandono de la respetabilidad y la decencia el irrespeto a la vida y los valores, la quiebra de la honestidad, y el desconocimiento a los postulados trascendentes de la existencia.
Podríamos cerrar los ojos y dar la espalda a la realidad. Pero una actitud de esa naturaleza sería del todo irresponsable. Nadie ignora la degradación de los niveles de nuestra educación pública y superior; la ruptura de la jerarquía familiar; la inmoralidad y la deshumanización, la vulgaridad, el irrespeto a la palabra empeñada, el engaño, la mentira, la hipocresía, la ambivalencia y toda índole de habilidades para obtener beneficios y ganancias innobles.
Por eso, no deben extrañarnos los crímenes horribles, el incremento hasta el escándalo de la prostitución infantil y las uniones libres con niñas; las violaciones sexuales, el tráfico y consumo de drogas, los deplorables índices académicos, la vulgaridad y falta de calidad de la música y las artes de consumo popular, la superficialidad, la carencia de seriedad, el desparpajo, el apetito solo por aquello que provoca placer sin que importen los límites.
Para mí, particularmente, el ascenso a la magistratura del Estado de un ciudadano como Luis Abinader representa una instauración de límites claros y definidos entre este desgarrador estado de cosas y un retorno a los ideales y la conducta de aquellos hombres y mujeres que entregaron sus vidas para crear una patria donde predomine el respeto indeclinable por los valores propios de la civilización.
Tenemos frente a nosotros los grandes retos del presente. Instaurar un límite inviolable frente a los habitantes del oeste. Y restablecer el honor, el respeto y las costumbres en la familia dominicana.
Debemos retornar a los caminos de la grandeza nacional colocando en primer término los valores que nos han caracterizado históricamente y del que ofrecieron ejemplo con sus vidas Duarte, Sánchez, Mella y María Trinidad Sánchez.