Desde finales de los años noventa, coincidiendo con el inicio del apogeode los gobiernos de izquierda, en América Latina tomó augeel concepto de “populismo”.
No fuecasualidad. Esta tipificaciónfue la herramienta retórica usada porlosopositores para desacreditar las victorias electorales de movimientos que no favorecían. A la imputaciónde populismo subyacía casi siempre un argumento en contra del reconocimiento de lalegitimidad democrática de estos gobiernos.
Sin embargo, ese no era entonces ni es ahora, el populismo que realmente nos acecha. El que amenaza los cimientos de nuestros sistemas democráticos es el populismo penal. La idea de que los tribunales son contextos en los que se escenifica la venganza judicial ha calado demasiado hondo en nuestras sociedades.
Muchas veces, detrás de la supuesta defensa de la institucionalidad democrática y la cohesión social se esconde el deseo mal disimulado de que el Estado aplique su poder de sanción a como délugar.
No es casualidad, por ello, que al reclamo deuna justicia independiente sigacasi inmediatamente la admisiónde que el objetivo final son condenas por las buenas o por las malas.
Aunque la identificación del ideal de justicia con la sentencia condenatoria suele ser catastrófica en términos políticos, no es este el único daño al tejido social. No es necesario un ejemplo catastrófico como el de Brasil para entenderlo. Basta con ver la forma en la que reclamamos sanciones severas contra cualquier conciudadano que haya cometido una falta, por leve o grave que sea.
Llegamos incluso a pedirla para sus allegados. Todo lo queremos resolver con cárcel, incluso cuando eso causemás daño que bien.
Es muy difícil construir una sociedad armónica cuando estamos siempre deseosos de que el Estado aplique las más duras de las soluciones posibles.
Y no son sólo los políticos y los ciudadanos ordinarios quienes deben cuidarse de esto. El populismo penal permea con mucha facilidad la membrana que separa en el Estado su poder sancionador penal desu poder sancionador administrativo.
Los actores económicos, pequeños, medianos y grandes, son objetivos secundarios pero inevitables de la sed punitiva. Es cierto que la Administración tiene facultad sancionatoria, y que su ejercicio es necesario para mantener las reglas del orden económico que nos hemos dado. Pero su abuso rompe un equilibrio que es frágil por obligación, y puede resultar más costoso que su ausencia.
En pocas palabras, en lugar de buscar fantasmas que recorrennuestros sistemas democráticos, debemos atender nuestra proclividad a pedir sangre y que nos la provean los jueces. De tanto hacerlo, terminaremos teniendo que entregar la propia.