Todo movimiento populista (de izquierdas o de derechas) usa al pueblo como pretexto justificativo en su discurso contra las elites de poder. Los líderes populistas endosan las causas de los males de la sociedad y de los Estados a las elites políticas, a las que satanizan y culpabilizan.
De ahí que esas elites engendran un chivo expiatorio que encarna el miedo, el cual le sirve al pensamiento populista de instrumento propagandístico y de demagógica publicitaria para capitalizar el voto a favor del cambio social.
El fundamento de la promesa de cambio y de progreso -al que todo el mundo aspira- radica en la aspiración utópica de restituirles el poder a las masas y arrebatárselo a las elites gobernantes.
Este discurso, que parece de autoayuda y de superación personal, tiene un componente emocional y psicológico: encarna un optimismo radical, pero posee, a la vez, un matiz nacionalista y patriotero.
El populismo chavista-madurista de estirpe socialista y el populismo trumpista de cariz capitalista -uno de izquierda y otro de derecha- representan las dos caras de una moneda falsa, que brinda la ilusión del progreso sobre la base de culpar a las elites pensantes, como si estas fueran sus verdugos.
Este estilo de campaña que, efectivamente, despierta el furor de los desposeídos desde la oposición, se torna ineficaz desde el poder, pues no se gobierna desde afuera hacia adentro, sino desde adentro hacia afuera.
Es decir, las decisiones políticas se toman desde un poder presidencial, congresional y judicial hacia la ciudadanía popular.
Ese discurso contra las elites se vuelve una siniestra demagogia, cuya máscara se revela en la práctica social. Y ahí está la tradición.
Este discurso populista ha sembrado el mundo de cadáveres, en algunos casos, pues ha atizado el odio racial y el rechazo a las elites.
Basta pensar en Hitler, Stalin, Mussolini o Pol Pot, cuyas demagogias nacionalistas desembocaron en aviesos totalitarismos de izquierdas o de derechas, en nombre de la defensa de sus naciones y de sus pueblos.
El triunfo de muchos de los grandes dictadores y tiranos de la historia del siglo XX tuvo como preámbulo un discurso nacional-populista mesiánico, cuya retórica no está tan distante de la de Trump.
Es suficiente con leer su discurso de toma de posesión y recordar su verborrea de campaña, cuyas acusaciones contra las elites buscaron culparlas de los males de USA, y atribuir parcialmente la crisis capitalista a los inmigrantes, con el argumento de que el poder no lo tuvo el pueblo americano.
¿Desde cuándo el pueblo es gobernante de sí mismo? ¿Cuándo las masas han gobernado las naciones, al margen de líderes-guías?
El triunfo de Trump lo que revela es la falta de educación política de los americanos y la permanencia de un sistema de votación desfasado, injusto y antipopular.
(Paradójicamente no fue el pueblo quien favoreció a Trump, sino las elites que conforman los Colegios Electorales).
Donald Trump fue pues la expresión de la crisis de liderazgo de la vida política americana y la manifestación del ocaso de los Estados Unidos como otrora imperio capitalista y Estado benefactor, ya que el poder del capital se ha expandido a varios campos hegemónicos, tras el fin del mundo bipolar, que matizó la Guerra Fría.
Trump prometió lo que todo americano quiere oír: sueños, riqueza, empleos, seguridad, y éxito ante el “fracaso” del pasado.
La arenga trumpista de transferir el poder del pentágono y el gobierno al pueblo se interpreta como una escandalosa demagogia populista, que busca crear una falsa expectativa de ilusión colectiva, a partir de la promesa del crecimiento, la prosperidad y la inclusión.