La fiesta estaba empezando. Todo el pueblo vibraba de emoción y la alegría se sentía en los rostros de sus habitantes. Había de todo un poco en el programa: competencias, retretas, carreras con obstáculos, kermesse, carrusel, estrella, el martillo y… hasta palo ensebao.
Al “tiguerito” de nuestra historia, que en todo se metía, eso era lo que más le atraía: el palo ensebao. Allí demostraría su tremenda habilidad para treparse a cualquier árbol, no importa que estuviese grasoso como el que preparaban para la ocasión.
Aunque él y el pueblo pensaba que lo del palo ensebao era un invento criollo, ya en el siglo XVI hacían algo parecido en algunas partes de Europa. Colocaban postes altos untados de jabón y en el cojollito colgaban salchichones, quesos, aves, pastas y otros artículos comestibles.
Frotándose las manos, el muchacho travieso, aceleraba el paso para acercarse a la zona donde previamente habían colocado el palo, primero pintado y luego cuidadosamente engrasado para dificultar la subida a la cúspide.
En el camino se le añadieron otros muchachones del pueblo, con los cuales inició una competencia verbal sobre quién era el más hábil en la materia, el más “tíguere”, el más experimentado, el que de seguro iba a ganar y agarrar los premios que estarían ya colgados en la parte alta del palo, esperando por ellos.
Ya estaban a la vuelta de la esquina, tras haber recorrido el no largo camino por el pueblo para llegar al lugar de los hechos. En la esquina final, alargaron el pescuezo para doblar y ver, cada uno por primero, el palo ensebao preparado. ¡Allí está!
Efectivamente, allí estaba, desafiante, esperando por ellos. Pero algo parecía no cuadrar, pues en la parte alta del palo no veían los clásicos regalos acostumbrados, botín de la lucha a lidiar. Sólo llegaron a entrever un sobre blanco, sujeto a la parte superior.
Tras un rato de perplejidad, comenzaron las interpretaciones más variadas, entre las cuales destacó la del muchacho protagonista: estaba seguro que esta vez, en lugar de artículos comestibles, habían colocado dinero efectivo en el sobre. Sí, así es. Fue la convicción de todos.
Y, a subir se ha dicho. Uno tras otro fueron probando. Por más esfuerzo que hacían y más tierra que se untaban en el cuerpo, para lograr avanzar ganándole la pelea a la grasa resbalante, todo era inútil. ¡P’arriba y p’abajo!
Y así pasó el tiempo. La competencia empezó a las nueve de la mañana y a mediodía sólo quedaban tres muchachos de los treinta que habían empezado. Los otros se habían rendido. A las cinco de la tarde, el protagonista del relato ya no tenía contrincantes. Aferrado al palo, continuaba ganando poco a poco la altura, con evidentes amagos de cansancio que lo hacían, de vez en cuando, perder un poco el terreno conquistado.
Finalmente, a las seis de la tarde, se escuchó un aplauso sonoro del gran público que se había congregado para terminar de ver el sacrificado esfuerzo del muchacho, coronado con el éxito.
Ya en la cúspide del palo, en forma ansiosa, el muchacho tomó el sobre, lo abrió y ¡tremendo golpe! En el sobre sólo había un pedazo de papel, en el que se leía la frustrante expresión: “Aquí termina este palo”.
Moraleja: Si te vas a sacrificar en la vida, hazlo por algo que valga la pena.
Nuestras luchas tienen que tener sentido; no vale la pena sacrificarse por cosas que no llevan a nada. Hay que darle vida a la vida, valorando todo aquello que aporta a sembrar este mundo de frutos de fe, de esperanza, de amor.
De lo contrario, al final de nuestros días, y tras enormes esfuerzos, sólo encontraremos un letrero que dice: Aquí termina este palo.