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El muro y la cultura

Según una leyenda considerada histórica —y como consecuencia, verdadera— a una larga secuencia de gobernantes chinos les tomó unos veinte siglos la construcción de La Gran Muralla, al principio un muro, una barrera, y al final una fortificación de unos nueve mil kilómetros para cortar el paso a extranjeros hacia su territorio.

Hay más: esta formidable guarnición se levanta en algunos casos más de cinco metros y por su interior puede ser conducido un carruaje con una fila de guerreros en cada flanco.

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El muro no lo era todo. Igualmente formidable era el número de los guerreros destacados para guardar esta fortaleza sin igual, equivalente a un hombre cada ocho metros, cerca como para verse sin recursos técnicos o hablarse sin gritar.

Si en vez de nueve millones, esta barrera tuviera, digamos, una extensión de 391 kilómetros, se necesitarían 48,875 guerreros (uno cada ocho metros, como en la Gran Muralla).

Occidente ha vivido maravillado con el tesón del espíritu chino de los tiempos imperiales. Pero si su espíritu expansionista le permitiera alguna vez mirarse por dentro encontraría en la Grecia y Lacedemonia clásicas las bases de una obra antigua como la muralla china, fluida como el río de Heráclito de Éfeso, extensa hasta abarcar prácticamente el mundo hoy día, y contrario a La Gran Muralla, viva y capacitada para renovarse a sí misma en su viaje por el mundo mientras el corazón de Occidente vive como la babosa, embutido en el caracol.

Consta la presencia —desde los tiempos iniciales de la cultura occidental— de ideas y materiales provenientes de otros pueblos, un hecho en ocasiones fundamental, como lo atestiguan leyendas en torno al Imperio Romano, la expansión hacia el Oeste de los pueblos árabes y su ingreso a Europa, o los hallazgos de España tras la aventura colombina.

En ausencia de leyendas históricas a mi alcance en el momento de escribir estas notas, paso a suponer la ausencia total de obra de mano mongola y manchú en la construcción de la gran obra levantada para la guarnición de la integridad de la China imperial. Este no es el caso de la cultura occidental.

De todos modos, me inclino ante estos dos hechos portentosos: el de la construcción de un muro inmenso a lo largo de veinte siglos para verlo desmoronarse en apenas cuatro y al final contentarse con su aprovechamiento para la diversión de turistas, y la constitución de un cuerpo cultural con la fortaleza suficiente para poner el planeta al borde de su capacidad.

Quienquiera que en el mundo se enfrente al dilema del fortalecimiento interior o la guarnición de fronteras, tal vez haría mejor en trabajar la ciudadanía, de donde provienen todas las fortalezas. Después de todo, el tiempo tiende a tratar a los muros como obra de estulticia, no así a la cultura y la conciencia, dos guarniciones imbatibles, tanto para los individuos como para los pueblos.

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