Hay momentos que para avanzar hay que mirar hacia atrás. Siempre nos motivan a caminar hacia delante, a no pensar en el pasado, sino en el presente y sobre todo en el futuro, pero la mayoría de las veces hay que retornar para seguir hacia ese destino que nos espera.
Yo lo veo como una forma de conectar con tu esencia, con tus orígenes. No puedes ignorar de dónde vienes, ni ese entorno cercano que te formó en tu etapa más primaria que creó las bases de lo que eres hoy.
Al hacerlo no solo rememoras a ese niño que fuiste, sino que eres capaz de enfrentar ciertos “fantasmas” que quizá sean el ancla que no te permite avanzar.
Y no hablo de buscar culpables, culpas ni reproches, no se trata de eso, sino de un retroceso totalmente sanador, en el cual seas capaz de sincerarte contigo mismo, de recuperar las alegrías que te hicieron feliz cuando chiquito, los rostros, las personas, los lugares, lo olores, las experiencias maravillosas de ese niño que aún habita en ti.
Pero también de desterrar aquello que te hizo daño, que quizá ha salido y marcado tus decisiones de adulto, incluso te ha hecho infeliz o incapaz de relacionarte con otros, porque lo mejor de este regreso a los orígenes es que aquello que arrastras en el instante en que eres capaz de aceptarlo puedes trabajar para quitarlo de tu vida.
En el instante en que eres consciente de la raiz de un problema das el primer paso para comenzar a superarlo. Ese regreso al pasado te equilibrará el corazón y la mente. Recuperarás momentos felices y enfrentarás aquellas cuentas pendientes. Y cuando lo hagas te darás cuenta que mirar hacia atrás puede ser la mejor forma de mirar hacia el futuro.