“Guárdame eso ahí”, dijo El Loco Mandín tras asestar una estocada mortal a don Emilio, viejo barbero de la comunidad.
Un sol artero atravesaba la oscura nube que comenzó a cubrir el poblado. El día transcurría cónsono a la cotidianidad. Aquel hecho ladino lo cambió todo. Conmovió y alteró la apacible quietud de la gente de la pequeña comunidad de Tamayo.
Las tiendas de la avenida Libertad apenas tenían clientes, cuando como reguero de pólvora corrió la noticia de la muerte de don Emilio. La gente salió a las calles a curiosear y padres aterrados comenzaron a recoger a sus hijos, ante el temor y la incertidumbre que encerró el ambiente.
El Loco Mandín caminaba con marcha rápida blandiendo un arma hacia la avenida Libertad. La gente corría a resguardarse y algunos hombres, sobre todo dueños de negocios, intentaban detener al matador.
El orate iba armado de un largo y filoso puñal que blandía desafiante, dispuesto a atacar a todo el que se interpusiera en el camino.
“Date tú mismo una puñalada, maldito, dátela tú mismo”,-dijo Charles mientras estaba parado en la calle 10 de Marzo esquina avenida Libertad.
Mandín, en chancletas y con ojos enrojecidos como poseído de un demonio, cabellos desaliñados, pantalones arremangados y camisa desabrochada amarrada con un fuerte nudo a la cintura, avanzó pecho descubierto en actitud de atacar; los lugareños les lanzaban piedras y otros objetos mientras les decían improperios.
El Loco Mandín avanzaba imperturbable hacia donde estaba Charles desafiándolo, por lo que éste tuvo que correr hacia el interior de una tienda cercana, escondiéndose en un armario de exhibir sombreros.
Lo menos que imaginó Charles era que el lugar donde se ocultaba tenía puertas de vidrio transparente y él, enhiesto cual maniquí, se podía divisar a leguas.
Para su suerte éste no llegó a entrar porque se presentó la policía y Mandín se entregó tranquilamente, sin hacer resistencia.
En medio del dolor y las lamentaciones, El Loco Mandín –un socorrido zapatero del que se dijo se le “montaban seres del más allá” que lo ponían a dormir en embeleso en plena faena de su zapatería-, fue apresado y conducido a la cárcel de Neyba. Allí un tribunal lo condenó por el alevoso crimen.
En sus declaraciones al juez, alegó que don Emilio lo había acusado de que él le robó una gallina. Pero eran conocidas las situaciones en las que la madre del perturbado les advertía a clientes que iban a reparar zapatos, que si lo veían durmiendo no le despertaran.
En más de una ocasión Mandín, cuchilla de acero y martillo a manos, estuvo a punto de herir a parroquianos que llegaron a su negocio y lo despertaban cuando lo encontraban durmiendo, con ronquidos, pero con zapatos y herramientas en sus manos haciéndole reparaciones.
Éste saltaba enfurecido y lanzaba cuchillazos y martillazos en todas direcciones, y si la persona no se defendía a tiempo, podía ser herida.
En su vida cotidiana El Loco Mandín, aunque retraído y apacible, también era conversador. En más de una ocasión este zapatero compartió con niños y adolescentes mientras fumaba gruesos cigarros “túbanos” en los bancos de la avenida Libertad, donde algunos chicos solían permanecer hasta horas de la madrugada escuchando sus raros y largos cuentos de aventuras inverosímiles inventados en el tráfago de la noche y el humo.
Cumplida su condena en la cárcel de Neyba, El Loco Mandín retornó a Tamayo donde se le veía transitar tranquilamente. De buena a primera la gente dejó de verle y no apareció jamás.
Como si se lo tragara la tierra arcillosa del poblado de Santa María. Los comentarios pueblerinos decían entonces que a éste lo mataron y enterraron en cañaverales de bateyes del Ingenio Barahona (El autor es periodista).