Corrían los tiempos de la colonización española en México, esto es, bien entrado el siglo XVIII. El “jarabe” es una mezcla de bailes que se cree nacieron como protesta y resistencia a los que los mexicanos vieron como elemento unificador de su cultura contra las antiguas autoridades imperiales.
Por ser de origen popular, estos bailes no fueron bien vistos por la Iglesia, que consideraba sus ritmos y movimientos vulgares para sus esquemas de valores.
“El sombrero de Agustín / se lo pone el gachupín (bis)”, uno de los versos de que está compuesto “El jarabe tapatío”, es una sátira mordaz lanzada por los mexicanos contra los españoles que les tomaban sus mujeres “prestadas”.
El baile del zapateo que se ejecuta al compás de los acordes del violín, la guitarra, el bajo y la trompeta en los que resalta el toque de este último instrumento, se presume que tiene resonancias o connotaciones de los movimientos del acto sexual.
Una parte importante de la música folclórica mexicana vio la luz en esos tiempos. Es de esa época, entre otros, el “Son de la Negra” y la canción infantil “La cucaracha”, que muchos se la atribuyen erróneamente a los mexicanos, pero que es de origen español. Lo que ellos sí hicieron en los tiempos de la Revolución Mexicana fue adaptarla a experiencias de la guerra de los soldados.
Los dos últimos versos de “La cucaracha” que rezan “. . . Porque le falta, porque no tiene / las dos patitas de atrás”, o la variante “. . . porque no tiene / la patita principal”, es una alusión a los heridos en la guerra; en tanto que la variante, sobre todo la del último verso, que dice “. . .
Porque le falta, porque no tiene / marihuana que fumar” alude al estupefaciente que usaban los soldados nacionalistas como estimulante para la guerra.
Son muchas las versiones que se tejen en torno a la música folclórica mexicana gracias a su origen popular. Lo que sí debemos estar seguros es que en estos tiempos de nivelación de las culturas que promueve el neoliberalismo mundial, y su fetiche, la posmodernidad, de un modo brutal, México mantiene la riqueza de su cultura tradicional como un baluarte. Nada mejor como antídoto contra las olas globalizadoras que amenazan con llevarse todo a su paso.