A estos tiempos de disolución o pérdida de vínculos humanos, desregulación económica, políticas globales contra aspiraciones locales, individualismo a secas y sálvese quien pueda; tiempos de confusiones identitarias reales y virtuales, fundamentalismos singularistas, racismo, nacionalismo y xenofobia; época de saltos tecnológicos y ciberadicciones, aceleración y espacio cero, caducidad preconcebida, cultura desechable y prolongación de la vida por manipulación genética, fitness y bisturí; a estos tiempos, digo, críticos y miserables de por sí, con obtusas secuelas climáticas a causa del calentamiento global les es inherente una de las peores epidemias de la deshumanización en la historia: la eliminación del otro, como ser humano, y de lo otro, como concepto de alteridad.
Además de la esclavitud de vivir solo para trabajar, de estar sometidos todo el tiempo a la conectividad y a la productividad digitales, de empujarnos hacia el abismo de tener más al costo de la vaciedad existencial de ser menos, se nos condena a una nueva dictadura que opera instalando en la vida el infierno de lo igual por medio de la erradicación de lo diferente o distinto, azuzando la repulsión del disenso, para lograr, sutil, pero eficaz e implacablemente, el predominio de lo igualen nuestro horizonte de pensamiento y sensibilidad.
La inflación lingüística del prefijo griego “hyper” (hiper), sinónimo de exceso, que tiene lugar en el neoliberalismo, para dar paso a conceptos como hipermercado, hiperconsumo, hiperproducción, hiperplasia, hipertransparencia, hiperespacio, hipertensión, hipercomunicación, hiperinformación, hiperpobreza, hipersexualidad e hiperconectividad, entre otros, ha hecho posible una cultura y una sociedad, no solo de la aceleración tortuosa y la fugacidad, sino también, de la violencia psicopolítica y hedonística, más allá de la violencia represiva y corporal; una civilización de la hipervigilancia digital cuyo punto de inflexión estriba en la depresión, antes que en la explotación, y en la autodestrucción, antes que en la preservación; más en la nostalgia que en el porvenir, más en la viralidad inmunológico-social que en la vitalidad.
Se trata de una civilización que, en vez de descansar en el espectáculo, rinde culto delirante al espectáculo mismo, para convertirse en fantasmagoría, fuego fatuo, volatilidad, en acontecimiento viral del medio digital, lo poshumano, el poshecho y la posverdad.
En cada caso, ¡ay!, el prefijo “pos” sacrifica la carga semántica auténtica del sustantivo, para promover lo especulativo, falso e histórica y socialmente irresponsable.
En una sociedad de crecientes contrastes, sin embargo, la productividad y la eficiencia orientados a reducir al homo sapiens y homo ludens en homo laborans, en pieza del engranaje laboral, luchan a brazo partido para imponer un tsunami de brote y manifestación de lo igual como acontecimiento único que mutila lo otro, de la repetición, de la copia que suprime el original.
“Hoy, la negatividad del otro deja paso a la positividad de lo igual. La proliferación de lo igual es lo que constituye las alteraciones patológicas de las que está aquejado el cuerpo social.
Lo que enferma no es la retirada ni la prohibición, sino el exceso de comunicación y de consumo; no es la represión ni la negación, sino la permisividad y la afirmación”, sustenta el filósofo cultural Byung-Chul Han en su ensayo más reciente titulado “La expulsión de lo distinto” (Herder, 2017).
Este fenómeno es llamado por el pensador surcoreano “infierno de lo igual”, un lugar donde la negatividad creativa y subversiva de lo distinto se suprime, para la seductora imposición de la positividad excesiva de lo igual.
Significa la erradicación en el yo del anhelo o voluntad por lo distinto. Solo nos queda el desierto del disenso, la obscenidad del enlace (link), la imbricación de lo igual con lo igual.