El inefable juego de la cobardía
Nunca se imaginó los avatares y la sinuosidad que el destino pondría en su camino a partir de ese día.
En la mañana, y sin pensarlo mucho, con la convicción de que era una orden divina, abrió la portezuela y de inmediato el pequeño gorrión escapó de la jaula.
Sonrió satisfecho, porque con el poder de hacer justicia se sintió un hombre iluminado, digno. Mantuvo la mirada en aquella pequeña libertad con alas hasta perderse en la lejanía.
Era un peso menos sobre sus hombros.
El día anterior había regalado su bella gata persa; y desmontó de las paredes, despacio, con cuidado, los cuadros de colección, con firmas poderosas y con ayuda los embaló de manera apropiada.
Todo eso representa un nudo nostálgico que nubla la mirada y agota emocionalmente. Todavía le faltaba desmontar, libro por libro, la biblioteca, revisará los documentos pendientes y, una vez que los firme, podrá desprenderse de lo más difícil. ¿En qué momento tenía que hacerlo? Ya tendrá una señal incontrovertible cuando llegue la hora adecuada.
En su fuero interno, ¿qué estaba ocurriendo? Cuánto le cuesta hoy desplegar los labios y sonreír. ¿En qué momento se dio cuenta que su mente, los pensamientos que no se podía impedir, eran como espadas de doble filo? Y que era real y duele el embate y la resistencia de su conciencia. Así que lo pensó mejor. No podía quedarse de brazos cruzados. Necesitaba recurrir a una línea nueva del pensar, seguir el dictado certero de su sexto sentido, una ingeniosa escaramuza para hacer tiempo; y dijo, en voz alta: «Hacer tiempo». Una frase sin sentido, pensó mientras conectaba la máquina trituradora de papel.
El hombre, dentro de sus grandes limitaciones, tiene un valladar infranqueable: no puede alterar el transcurso del tiempo. Tripula sofisticadas naves, surca los cielos, hace trayectorias planetarias, recorre veinte mil leguas de viaje submarino, pero todavía le resulta imposible traspasar las fronteras del tiempo. Algo similar a que intente levantar un bosque de pinos en medio del mar. Hay otros procesos humanos a su favor, inmateriales y sublimes, dignos de mención. Pensar, remontar las olas de los recuerdos, sentir dolor y llorar a causa de una pérdida humana o por un sentimiento adverso.
Todavía no tiene el balance perfecto. Y se pregunta, ¿cuál es el balance perfecto? Un estado físico emocional, estable y sosegado de una persona en un periodo determinado. Mientras piensa, recorre la biblioteca, mira y hurga en los anaqueles de libros, tramo por tramo; va al escritorio, se sienta en el sillón, tira de las gavetas, saca todos los documentos, entre ellos reserva algunos de su interés al vuelo de una mirada y los demás van a la trituradora.
Cientos de documentos que la sierra del aparato convierte en hilachas de papel. ¿De qué forma halla la punta del hilo y tira de ella? ¿Cuál es la fórmula correcta para reconstruir una vida rota y combatir los días amargos y desterrar la levedad y el desasosiego que late en su estómago? ¿Cuál es el camino correcto para llegar al balance perfecto? ¿Quién puede ofrecer algún detalle útil y seguro? ¿Cuál estímulo emocional está por encima de lo imprevisto? ¿Qué significado existencial tiene para una persona vivir en la burbuja del balance perfecto?
En la noche, antes de dormirse, regresa a ese momento en la sala, ocupado en desmontar las pinturas; y recuerda una foto de mujer que domina el centro de la pared principal. El conjunto de su rostro era una apetecible y seductora manzana roja en su punto exacto de maduración. El pelo en cascada, que enmarca su rostro sonrosado, los dos ojazos negros, pacientes y hermosos, la frente despejada, los labios inmaculados, intensos y excitantes, las mejillas arreboladas, de pómulos altos, el mentón tallado con gracia de escultor; y las cejas negras, gruesas, bien dibujadas.
«Ella», dijo entonces, pensando en el vacío que ahora había caído el nombre de la mujer. Desmontó la foto y, sosteniéndola con las dos manos, clavó en ella los ojos y se quedó mirándola, repasando una y otra vez los detalles del rostro, hasta que la mirada se le cansó.
En ese momento timbra su teléfono móvil. Mira la pantalla del aparato. No es un número conocido y decide no responder. Al cabo de media hora la llamada peregrina entra de nuevo. Vuelve a ignorarla, pero antes del último timbrazo le da paso y escucha su nombre «señor Luis Plutarco Núñez»; y, a seguidas, oye una notificación de voz. Necesitan los documentos firmados, sin demora.
Nada volverá a ser como antes. En la vida real, después del cero la cuenta no siempre sigue con el uno. ¿De qué se había olvidado? No sabe qué hacer con tanto silencio en la casa. ¿Necesita algún reconocimiento, puede hacer una cita y hablar con un psicólogo sobre su cuadro de hiposmia emocional? Nada le huele o duele en su entorno. ¿En qué momento firmará los documentos pendientes? ¿Qué tal si cuelga de nuevo las pinturas en las paredes? No hay marcha atrás. Está muy agotado.
En su cabeza surgió una voz disidente. Descarta la cita con el psicólogo. ¿Dónde puso los documentos que necesitan su firma? El sabotaje de su conciencia era explícito.
La decisión, tomando en cuenta las alternativas, se torna más difícil y la batalla brutal, sin tregua, desde su universo abismal empezaba a resquebrajarlo.
En un momento de desesperación jugó su retorcida suerte al vuelo de una moneda.
En el aire, antes de que la moneda cayera en su mano abierta, no se había decidido por cuál de las dos caras iba la inusual apuesta.
La moneda hace el trayecto de regreso, atento mira su retorno, cae silenciosamente en su mano derecha, de inmediato cierra la mano, sopla el puño para insuflarle un aire de buena suerte, pero el instinto lo domina y regresa la moneda al bolsillo del pantalón, sin mirarla.
Era un acto de resistencia retumbando silenciosamente, una victoria poderosa, un paso trascendental que lo llevó a otra dimensión.
Un segundo bastó para darse cuenta qué había ocurrido: derrotó por primera vez las fuerzas adventicias de su universo interior.
Sonrió satisfecho. Mientras sonríe recuerda dónde hallará los documentos que debe firmar; y, además, en paralelo, descartó la idea que tenía para desmantelar la biblioteca; y pletórico, vital y feliz, se imaginó la imagen luminosa de su rostro reflejada en un espejo.
Etiquetas
Rafael García Romero
Rafael García Romero. Novelista, ensayista, periodista. Tiene 18 libros publicados y es un escritor cuya trayectoria está marcada por una audaz singularidad narrativa, reconocido como uno de los pilares esenciales de la literatura dominicana contemporánea. Premio Nacional de Cuento Julio Vega ...
Artículos Relacionados