Cuando la embajada de Estados Unidos en República Dominicana advirtió a los dominicanos de que “está prohibido viajar internacionalmente con carnes o productos de cerdo en el equipaje”, me llegó a la memoria un clásico de los cuentos sureños –que dicen ocurrió durante el régimen del perínclito Rafael Leónidas Trujillo Molina-. En esa narrativa se señala que la dictadura adoptó un férreo impedimento para evitar el traslado de cerdos desde el Sur Profundo hacia Ciudad Trujillo, que era como se llamaba la capital dominicana.
La población de cerdos en la región Sur era afectada por una rara enfermedad que, según se decía entonces, se transmitía a los humanos. Cuentan que los roñosos infectados por el “extraño virus” actuaban como seres humanos. Como si presagiaban la llegada de su fin, se acercaban parsimoniosos, tranquilos, hasta donde sus dueños, les miraban fijos con ojos tristes y emitían gruñidos y quejidos profundos, luego de lo cual “caían muertecitos patas arriba”.
La situación se convirtió en una especie de tragedia para muchas familias sureñas, las cuales tenían estos puercos como “sus alcancías”. Los campesinos criaban pringosos en los patios de sus casas y los usaban para costear cualquier emergencia médica, sepultar un familiar, pagar estudios de un hijo en la capital y cualquier otro imprevisto que se les presentara.
“La alcancía de los pobres”, era una frase socorrida cuando la gente se refería a la crianza de cerdos en los patios de sus casas.
Es por eso que la propagación de la enfermedad hizo que cundiera el pánico entre los campesinos del Sur Lejano. Veían como el extraño mal hizo que perdieran las “escasas esperanzas” que tenían para aliviar sus tradicionales calamidades.
Obviamente, la prohibición hecha por Estados Unidos tiene otra connotación. Las autoridades norteamericanas quieren evitar que viajeros lleven a su territorio enfermedades porcinas que ellos ya han logrado erradicar, mediante la aplicación de eficaces medidas sanitarias e inversiones millonarias “en dólares”.
No es la primera vez que estas autoridades adoptan este tipo de medida en contra del transporte irregular de la carne de cerdos y comidas adyacentes. Según un video “colgado” en la cuenta de twitter de la embajada norteamericana, los viajeros dominicanos tienen prohibido llevar en sus equipajes, además de carnes o productos de cerdo, algunos alimentos elaborados a base de este delicioso animal.
“Los productos que no son aceptados son el salami, el sancocho, la longaniza, la tocineta, el chicharrón, el jamón y todos los derivados del animal porcino”, explica el mensaje de la misión diplomática de la nación más poderosa del mundo.
Agrega que “estas restricciones son aplicadas para evitar la propagación de la Peste Porcina que es una enfermedad que afecta la producción ganadera”. Una crónica elaborada al respecto explica que: “La Peste Porcina Africana (PPA) es una enfermedad causada por un virus altamente contagioso exclusivamente de los cerdos, no representa ningún riesgo para la salud en los humanos”.
Los dominicanos observamos y a veces “hasta cherchamos” sobre cómo los viajeros criollos se las ingenian para llevar en sus equipajes, cuando viajan a Nueva York, Miami y otros destinos de Estados Unidos, “suculentos sancochos”, “cocidos de paticas de cerdos”, “chicharrones de Villa Mella”, “orejas y rabos de puercos” y “morcillas”, así como otras delicatesen porcinas propias de nuestro “folklorismo gastronómico”.
Entre los contertulios se comenta con cierta frecuencia cómo los dominicanos logramos introducir a Estados Unidos y otros destinos, estos tipos de “comidas criollas”. Explican que estos alimentos “casi siempre” son llevados en envases plásticos, forrados de papel periódico y otras envolturas sujetas con cintas adhesivas y pegamentos.
Según se cuenta, estos “paquetes” se ocultan entre ropas y departamentos de las maletas. Sus portadores esperan pasar desapercibidos y llevar a sus destinatarios estos suculentos “encargos” gastronómicos. Ocurre que muchos dominicanos apelan a este simplismo para mantener el contacto sentimental, nostálgico, imbricado en los orígenes de sus pueblos y las barriadas que les vieron nacer.
Si hay algo que sobresale en la “diáspora dominicana”, a diferencia de emigrantes de otros países, es el apego a los terruños donde nacieron. El sociólogo, periodista y productor de televisión, Carlos Batista, se preguntó en su espacio “Con los famosos” por qué los dominicanos insisten en la práctica de cargar con estos alimentos para llevarlos a Estados Unidos cuando, según señala –con mucha razón-que todos los ingredientes con que se preparan estos platos típicos se encuentran en supermercados de ciudades norteamericanas. –“Y de mejor calidad que los que les venden a uno aquí”, apuntó el periodista orgullo del municipio de Vicente Noble.
Ese comportamiento, esa inclinación por “un sancocho de siete carnes” y a otras delicias memorables, solo tiene una explicación, el apego del dominicano a sus raíces.
No es lo mismo un sancocho cocido en una estufa en un “apretujado apartamento del Bronx” de Nueva York, que esa misma comida “elaborada con leñas” en el patio de tu casa paterna en tu pueblo natal, especialmente si está acompañado de “balsa de botellas de ron” y el “calor humano” de la familia, los vecinos y las viejas amistades.
El sancocho hecho en el patio tiene un sentido especial, una enorme carga emocional y una apelación a la “añoranza”. Cuando uno está lejos del terruño, los recuerdos vuelan por la mente, aparecen los furtivos encuentros con la noviecita del barrio. Afloran las aventuras infantiles en los ríos, canales y las fincas de producción, donde algunos acudían a saciar el hambre con ricos mangos, lechosas, cañas de azúcar, guanábanas y otras frutas.
Pero esas morriñas están lejos de lo acontecido en el Sur Profundo donde una enfermedad viral comenzó a diezmar la producción de cerdos. La inesperada situación causó alarma entre los pobladores.
Alertado el régimen de Trujillo de la situación, dispuso eliminar a los animales enfermos, prohibir el traslado de cerdos y carnes porcinas a la capital, y a otras regiones, a fin de evitar la propagación del mal a otras partes del país.
Los puercos seguían muriendo. La gente no encontraba qué hacer porque estos, no sólo morían, sino que ya eran como parte de las familias. Entre los pobladores se originó un cariño particularmente especial con estos animales. Como se le conocía como “la alcancía del pobre”, los dueños apelaban a los mismos cuando en sus hogares se presentaba una emergencia, ya que los vendían vivos o los mataban para vender sus carnes en la plaza del lugar.
Lugareños relataron que la relación de algunos criadores era tan íntima, tan cercana con estos animales, que algunos presumieron una actitud “cuasi humana” en estos cerdos. Por esta razón, cuando veían llegar sus muertes, estos animales se arrimaba a sus dueños, les miraban y con caras de tristeza parecían decir:
-“¡Chrum!, ¡chrum!, ¡chrum! ¡oinc!, ¡oinc! Haga algo por mi pronto señor, parece que estoy muriendo”…Y caían “pataleando” hasta que tirado en el lodo que le servía de morada, emitían un último suspiro. Los presentes irrumpieron en llantos y comenzaron a aclamar al cerdo para que no muera.
-¡Prudencio, Prudencio, de por Dios no te muera Prudencio, no te muera, por favor…!-exclamaban frente al animal que identificaban con este apodo.
En esa ocasión Doña Purita había criado un cerdo que llegó a tener un enorme tamaño y que llamó “Juan Pedro”, el cual se desplazaba orondo, parsimonioso, abrigado de confianza como si fuera parte de la familia, en el patio de la casa. Le acompañaban la chiva “Rosa Elena” y el pollito “Solito” y la pollita “Minena”.
Y fue cuando en una noche de luna llena colmada de románticos bostezos, unos jóvenes del lugar llevaron una serenata a Leyda, una espigada y bella mulata de melenas lacias que era el “derriengue” de algunos de estos muchachos.
Entre los que fueron a llevar la romanza había un joven japonés amante de la bohemia que era excelente guitarrista y solía acompañar a los muchachos en estos recitales de canciones. Eran verdaderas veladas y aventuras románticas en comunidades carentes de mayores atractivos. Nikito llegó al poblado y se integró a la sociedad con tanta naturalidad que parecía como si hubiera nacido en el lugar.
Cuando éste comenzó a tocar la guitarra mientras era cubierto por la espesura nocturna, Nikito acomodó un pie sobre un “enorme bulto” ubicado en el patio, recostado en la casita de madera. Cuando “Juan Pedro” dormía plácidamente sintió el peso del pie del japonés, se sacudió y se paró rápidamente, asustó a los integrantes del grupo que salieron huyendo vociferando y rompiendo el silencio de la noche. Se escuchó la voz del japonés que en la correría gritaba en perfecto español:
-¡El diablo, el diablo, nos salió el diablo…coorraaaann…! Hasta ahí llegó la romanza nocturna. Adiós serenata.
Al puerco “Juan Pedro” lo sacrificaron pocos días después “con dolor del alma”. Aunque lucía sano pese a su enorme gordura, había que prevenir su caída porque la enfermedad rondaba por las cercanías, sigilosa, con su temible “guadaña de la muerte”, merodeando los linderos de estos pueblos sureños dignos de mejor suerte.
Cuenta la leyenda que ingeniosos pobladores se comprometieron a llevar a la capital, pese a la prohibición mediante un decreto del “Jefe”, un cerdo que habían prometido como regalo a un familiar. Para lograr esa hazaña tuvieron que evadir los impenetrables retenes que “guardias” y policías mantenían en la carretera del Sur, especialmente el estricto retén de Azua.
Uno ideó una forma que consideró “perfecta” para llevar el puerco a Ciudad Trujillo, vestirlo con una ropa propia de un señorón, con saco y corbata. Sacrificaron al puerco y procedieron a vestirlo como si fuera una persona. Rasuraron todos sus pelos y limpiaron el cuerpo hasta dejar a éste una piel lozana. Le pusieron su “traje”, le colocaron un sombrero y una gafa oscura, luego de lo cual lo sentaron en el asiento trasero de un carro. Comenzó la aventura.
Cuando llegaron al retén de Azua el vehículo fue detenido para revisión. Las autoridades ordenaron bajar a los ocupantes del auto, pero quedó allí el “señor trajeado”. Los guardias y policías que revisaban insistían en que baje, como los demás, el “Señor silente” que ataviado de gafa negra mantenía una imperturbable mirada fija hacia la lontananza.
Los ocupantes del vehículo suplicaron compasión para este “Señor”, explicando que éste estaba muy enfermo y que había que llevarlo de emergencia a un médico en la capital.
Ante esta explicación, uno de los policías entra la cabeza al asiento trasero del vehículo, mira con extrañeza al ocupante y lo observó fijamente una, dos o tres veces. Su rostro cambió bruscamente, puso una cara patética y tras una breve reflexión, dejó marchar el carro que arrancó raudo hacía la capital.
Pensativo el oficial policial expresó:
-“Sargento, sargento, usted vio al ocupante del vehículo. Ese hombre si es feo, parecía un puerco…”. ¡Diablo, carajo, para mí que era un puerco…!
-¿Tú crees?, respondió el sargento.
–“Me parece que sí, creo que nos engañaron, tiene el hocico como un puerco…”, apuntó el oficial.
*El autor es periodista.