La decisión tuvo que ser tomada de improviso. Las huestes ligadas al régimen se habían atrincherado en sus madrigueras, como lobos rapaces, y, al cuento de “uno, dos y tres”, se lanzaron a la caza de los acorralados desafectos de la tiranía.
– “Que ya vienen”- gritaron quienes ya estaban fichados y en lista para recibir el castigo que merecen los “traidores” que se aventuraban a enfrentarse a quien todo lo había hecho por el pueblo; el mismo que, a unanimidad obligada, había recibido el título de “Benefactor”.
Y no hubo más remedio que lanzarse a una vertiginosa fuga que, ya en el camino, indicó como meta la embajada que mayor garantía de supervivencia ofrecía.
En un duelo, frente a frente, con quienes tenían la misión de custodiar el territorio e inmueble del Estado extranjero, los diecisiete “enemigos” de la patria, lograron salvar su pellejo y dar inicio a un largo intervalo de espera para ver el desenlace de esa historia no programada.
En medio de la presión aniquilante del régimen, el pronóstico inicial presagiaba un final trágico para el grupo asilado en busca de protección. Sin embargo, un hombre fiel al valor de la vida, una persona diminuta de estatura y con limitaciones físicas, pero convencida del poder que ostentaba como embajador de un país grande en territorio y de inmensa influencia geopolítica a nivel latinoamericano, condujo como ángel de la guarda a una salida exitosa, hacia una tierra que se convertiría, desde ese entonces, en lugar del destierro.
El tiempo del exilio, transcurrido en dos países, curtió el carácter del grupo que, finalmente, tras muchas peripecias, pudo regresar al país, tras la caída del régimen.
Rayaba los cien años el último de estos robles, y fue encaminándose a concluir su carrera, en la paz de un hogar que le brindó amor con sabor a miel.
A la muerte de su esposa, una “Dama de Blanco”, acrisolada en la ternura familiar y en la fidelidad sacrificada, la compañía permanente de nuestro personaje eran una niña cercana, que él llamaba “Chilindrina”, enganchada a biznieta, además de dos nobles enfermeras que pacientemente se turnaban para asistirlo con solicitud exquisita, y un gato fiel que le servía de escolta,.
Al igual que su madre, también casi centenaria al momento de su partida, el exiliado de entonces, había perdido la visión y sus ojos se habían rebelado a seguir contemplando la malicia del mundo, ya que la bondad la podía seguir observando con los ojos del corazón.
La permanente y casi celestial tranquilidad de la casa, había contagiado hasta al gato que le servía de guardián fiel; el cual, en cumplimiento de su tarea de vigilancia, se había abocado a renunciar a las usuales, atractivas y tentadoras rondas callejeras de los felinos, para consagrarse a hacerle compañía a quien ya era parte de su vida.
A medida que le cedía el espacio a la noche, la tarde se envolvía de esa paz imperturbable que precede a los trascendentales momentos de la despedida. Había llegado la hora ya esperada, pero nunca asimilada: la hora del adiós.
Lo otro ya se sabe: llamada a la funeraria, caja, ambulancia y la preparación para sacar los restos mortales y llevarlos al lugar de la despedida, a donde acudirían presurosos, allegados y amigos.
La ambulancia esperaba paciente frente a la casa, dispuesta a realizar su misión. Ya todo está listo para el cierre de la puerta del vehículo, pero:
– “!Esperen!”.- Dentro del carro fúnebre, junto al cadáver, allí, estaba en la misma posición en cuclillas, el gato fiel, dispuesto a acompañar a su amigo.
Por más esfuerzo que se hacía, persuadiendo al felino a abandonar el carro, mayor era su resistencia. No valieron amenazas ni palabras dulces que empujaran hacia afuera al animal.
Una pausa impotente se creó en el ambiente. Los camilleros y el conductor del carro, detuvieron su esfuerzo, como impactados por este caso único en su historia profesional.
El tiempo pareció paralizar su curso y lágrimas silentes marcaron las mejillas de los concurrentes ante tan inusual escena.
La luz de la luna del cuarto menguante de 2013, contribuyó a darle al ambiente el sentido místico que se había ameritado. Y, como movido por el sortilegio de esa luz, signo de una paz que no conoce término, el gato fiel, casi a ritmo de marcha solemne, descendió de la carroza, cruzando entre el grupo allí congregado.
Y el carro se marchó con su carga valiosa, casi al ritmo del gato que también se alejaba, abandonando ambos la casa en que se hicieron una fiel compañía.