-“Te llevaré a tu pueblo para tu entierro, ya cobré por ello y lo voy a hacer”, dijo enfático Jorge al muerto que llevaba desde la capital en la ambulancia del hospital Salvador B. Gautier a la comunidad de Cabral en el Sur Profundo. –“No te resistas, te voy a llevar quiera o no quiera; soy un hombre de palabra y no podrás impedirlo”, insistió.
Jorge había trabajado por años como chofer de ambulancia en el hospital del Instituto Dominicano de Seguros Sociales (IDSS). En un movimiento de personal fue asignado para conducir el vehículo del departamento de Prensa de la institución, ya que al parecer se había cansado de bregar con difuntos, heridos y personas en delicado estado de salud, por lo que diligenció le cambiaran de posición.
Cuando se nos presentó en la oficina, no nos causó ninguna impresión anormal. Llegó y nos dijo que sería el nuevo chofer, que realizaría el trabajo que le asignáramos. A partir de entonces, se sentó y cada cierto tiempo se nos acercaba para decirnos si queríamos realizar alguna diligencia estaba ahí para servirnos.
-“Señor, estamos aquí para cualquier servicio, a sus órdenes”, expresó mientras mostraba una increíble actitud para el trabajo. Pocas veces se encuentra un servidor público con tanta entereza y disposición.
–“¿No me diga que usted no ha comido? Si desea voy y le compro algo o le busco el almuerzo en su casa”.
Comenzamos a utilizar los servicios de Jorge. De tamaño menudo, delgado, pero diligente; inquieto y siempre disponible para el trabajo. Si estaba en la oficina, éste se ofrecía para operar la fotocopiadora. Total, su interés era estar haciendo algo siempre. En una ocasión me llevaba a mi hogar, íbamos por la carretera Mella y nos cruzó un joven que conducía una motocicleta a alta velocidad.
-El que va en esa moto es un suicida, a esa velocidad no llegará muy lejos sin estrellarse”, lamentó. Dicho y hecho. Habíamos avanzado apenas un kilómetro y ya éste estaba tendido en el pavimento, moribundo. Se deslizó y la motocicleta chocó contra un pilote. Apenas emitía quejumbrosos balbuceos y sangraba en plena vía a consecuencia de las fuertes contusiones que sufrió en diferentes partes del cuerpo. Los parroquianos corrieron a auxiliarle.
Nos detuvimos a observar el accidente. Jorge se lanzó raudo del vehículo. –“No le toquen, no lo muevan”, dijo en tono enfático. Era ducho, había acumulado una gran experiencia conducíendo ambulancias. Me pidió que lleváramos al accidentado a un hospital.
-Hay que llevarlo al hospital, está moribundo”, explicó. En tanto, me pidió permiso para subirlo al vehículo, en el cual avanzamos a gran velocidad con el herido para llevarlo a tiempo al centro de salud.
–“No podemos dejarlo morir, es muy joven, el pobre…”, expresó conmovido y casi lloroso.
Habíamos cumplido con un deber ciudadano, pero Jorge no estaba conforme. –“Yo le voy a llevar a su casa y me ocupo de la limpieza del carro; luego regreso al hospital para ver cómo sigue después de la intervención”, acotó. Al otro día me comentó que el joven había sido operado esa misma noche y que los médicos esperaban la reacción. No sé qué pasó después, no sé si él le dio seguimiento al caso, realmente el cúmulo de compromisos en la oficina no me permitió volver a tocar el tema.
Jorge siempre decía que tenía que confiarme algo, pero nunca lo hacía, mantenía el arcano. Una vez me confió que una hermana suya podía facilitarme la venta a crédito de los uniformes y libros de mis hijas para el año escolar y se lo pagara como pudiera,
Cuando me dijo eso, de una vez pensé, ahí está el misterio. Pero no fue eso. Él seguía, como siempre, mirando por el retrovisor del vehículo y con sonrisa crasa decía:
-“Espero que no se sienta mal jefe, pero debo confiarle algo, pero no será ahora…”. Le reclamé y no valió, no dijo nada. –“Será luego, no se preocupe, no es nada malo…”.
Un día, sin estar esperándolo, Jorge entró a mi oficina y cerró la puerta. Un poco nervioso manifestó que me confiaría una cosa, pero que esperaba que eso no fuera la causa de su despido. Tuve que asegurarle que por nada del mundo eso ocurriría, que sabía los sacrificios que hacía para criar a su familia. Hizo un breve silencio y me miró a los ojos decidido a contarlo todo.
-“Oiga jefe, yo me la ´buco´ en el hospital…”. Hizo otro breve silencio.
-“Cuando le llevo a su casa, después de la faena del día, yo retorno al Seguro Social a guardar el vehículo. De ahí me voy al hospital Gautier donde me dedico a llevar muertos a pueblos del interior, en las ambulancias, en horas nocturnas”.
Contó que personas que enfrentaban el dolor de perder un familiar, decidían llevarse su difunto la misma noche del desfallecimiento. Y ahí entraba él u otros colegas que se alternaban estos traslados al interior para ganarse unos pesos aparte, al margen de los compromisos del hospital y sin que lo cubriera el Seguro.
Osé preguntarle si no había confrontado problemas en esos viajes nocturnos. –“Con los vivos no, con los muertos sí, jefe”. -¿Cómo que con los muertos?-insistí. Narró que acongojados y lacerados familiares, adoloridos por la pérdida de sus parientes, hacían ingentes sacrificios para pagar el traslado del cadáver, pero que se encontraron con difuntos que se resistían a retornar a sus pueblos.
No le creí. Jorge afirmaba que sí, que era cierta toda aquella narrativa. A veces se me escapaban disimuladas risas que ocultaba para que éste no se sintiera mal. Quise reír a “mandíbula batiente” y me contenía. En los últimos días –relató-había viajado a lugares tan lejanos como Santiago Rodríguez, Samaná, Nagua, Navarrete y otras comunidades. Pese a todo este grandioso esfuerzo, no descuidaba su compromiso laboral; éste era a mi parecer, el servidor más puntual que he conocido. Rayando las siete de la mañana de cada día estaba ahí, en el parqueo de mi casa, a la espera que bajara para llevarme al trabajo. No había lluvias ni nada que lo impidiera.
-“Tuve problemas recientes con un muerto que llevé a Samaná”, confesó. Precisó que “rozando la medianoche”, en una zona solitaria de la carretera, vio que una persona ataviada de un traje blanco, estaba en la vía haciendo señas para que le llevara “en bola”. Observó con la luz alta del vehículo que el Señor que le pedía “bola” era la misma persona que había subido a la ambulancia en una caja de muerto en el hospital.
-“Adió, ¿y ese no es el muerto que llevo aquí en la caja? ¿Y qué hace éste por estos predios pidiendo bola?”, dijo para sí y siguió la marcha, no detuvo el vehículo.
–“Bueeno hermano, así como usted se bajó del vehículo para pedir bola; a sí mismo móntese de nuevo que yo no me voy a parar”, pensó Jorge a la vez que aceleró la marcha. El difunto se le apareció otra vez unos 400 metros más adelante, haciendo las mismas señas y éste continuó. Como cosa del destino, a poca distancia de allí estalló un neumático de la ambulancia.
–“Estas son bellaquerías del muerto, pero se fuñó, conmigo no podrá; a mí me pagaron para llevarlo y lo voy a llevar”, expresó, ya un poco incómodo. Cuando llegó a un pueblecito de Samaná de donde era oriundo el fallecido, se encontró con que allí todavía nadie había informado a los parientes de la muerte de su familiar. Tocó las puertas y entregó el ataúd, dio la vuelta y tomó carretera de nuevo.
-“Chequeen bien, por si acaso no está en la caja. No sé por qué razón, pero yo le vi en la carretera pidiéndome bola”, dijo a la familia y arrancó apresurado de regreso para la capital.
El muerto de Cabral
Días después fue a llevar un cadáver a Cabral, provincia de Barahona, en el Sur Profundo. Relató Jorge que ese fue el “muerto más bellaco y pesado” que le tocó transportar hasta ese momento. Aconteció que montó al difunto poco después de la media noche en el hospital, tenía que llevarlo a esta tierra lejana. Los familiares pidieron que se fuera él adelante en la ambulancia, de primero, que ellos irían atrás en sus propios vehículos. Así lo hizo.
Saliendo de la capital comenzó a sentir que su vehículo se ponía más pesado y la marcha lenta. Percibió la sensación de que alguien le acompañaba del lado del pasajero. Pero como tenía la certeza de que salió solo de Santo Domingo, ni siquiera se preocupó por mirar para ese lado.
Cuando llegó a la recta de Azua, giró un poco la cabeza hacia la derecha y vio que iba una persona acompañándole. Pensó, ¿y cuando se montó éste que yo no lo vi?
-“Era el muerto que iba acompañándome”, refirió. –“Ya no tenía alternativa, no me iba a devolver de tan lejos, entonces le dije: mira hermano, váyase para su caja que me está haciendo sobrepeso de ese lado”.
Parece que el difunto escuchó y por un buen momento se retiró del asiento. Aprovechó para acelerar el vehículo, deseaba llegar cuanto antes, la situación no le estaba gustando, había viajado todo el trayecto con el cuerpo erizado y algo temeroso por la extraña compañía.
Aceleró más y más, y llegando a Cabral observó que el difunto de nuevo estaba a su lado.
–“Tomé las curvas de aquella estrecha y sinuosa vía a toda velocidad. Casi había llegado y no había vuelta atrás”, narró Jorge, y continuó: “Avancé espantado por una carretera forrada de una espesa y oscura noche, entre montes y platanales que escoltaban de lado a lado. Pero estaba decidido a lo que fuese, eso no importaba, tenía la decisión de llegar”.
Estuvo un rato pensativo y luego prosiguió el relato:
-“Los deudos esperaban. Cuando vieron la ambulancia estallaron en llantos, en un solo grito; allí esperaba casi toda la población. Me detuve, bajé del vehículo y fui a abrir la puerta trasera para bajar el ataúd. ¿Y qué cree usted que pasó? El muerto no estaba.
Jorge cavilaba. La situación se le tornó engorrosa. Los familiares comenzaron a reclamar todos a la vez qué diga donde dejó el cadáver.
–“La presión era tanta que llegó un momento en el que pensé que había dejado el muerto en la capital. Pero por suerte razoné a tiempo, seguramente se salió de la ambulancia en una de las curvas”, precisó.
Todos salieron a buscar con faroles y linternas por cada una de las curvas de la estrecha carretera. A un par de kilómetros, en un reviro, encontraron el ataúd, algo estropeado, entre montones de yerbas y matojos. Cuando fueron a levantar el féretro pesaba tanto que los presentes no pudieron elevarlo.
Era algo que parecía increíble, pero tuvieron que enviar una camioneta al pueblo a buscar más parroquianos para subir de nuevo el difunto a la ambulancia. Con toda la experiencia que tenía en estos menesteres, el chofer comprendió de inmediato la situación: el muerto se resistía a ser conducido hasta su última morada.
-“Bueno socio, de verdad que lo siento mucho” – dijo Jorge al fallecido ante todos los presentes. Ya usted llegó a su lugar, le traje desde muy lejos y deseo retornar a la capital, resuelva su problema con sus gentes que yo me voy”.
El relato es real, verídico, no es ficción; si alberga alguna duda y no lo cree, ahí está Jorge, pregúntele, que a él sí le fascina desafiar a los muertos…
*El autor es periodista.