Haití padece todo lo malo junto y mucho. Quizás no puede hablarse de crisis, porque implica algún cambio brusco, una mutación en el desarrollo de procesos físicos, históricos o espirituales.
Pero crisis también hay cuando se duda si habrá continuación, modificación o cese de algo. Bien entendida, la crítica situación haitiana es más bien un estado constante de involución retrógrada de un territorio cuyos sufridos habitantes tienen en sus dirigentes a una mafia de explotadores, sin el menor atisbo de capacidad o interés para resolver su cúmulo de ancestrales problemas.
El más reciente diálogo entre los presidentes Abinader y Moïse produjo la asombrosa admisión por Haití de su flagrante incapacidad de proveer documentos de identidad a sus ciudadanos, que emigran aquí ilegalmente.
Los temas bilaterales, no importa qué se decida o no, lucen eternos o insolubles por negligencia o falta de voluntad.
El efecto sobre la realidad de los acuerdos es inconsecuente. Otra vez erramos al creer que Haití posee autoridades con auténtica capacidad, interés o visión para comprometerse con soluciones.