El día que conocí al comandante Pichirilo

El día que conocí al comandante Pichirilo

El día que conocí al comandante Pichirilo

Rafael Chaljub Mejìa

La guerra recién había terminado, yo había viajado a la capital a rendir informes sobre la marcha del trabajo político del “Catorce de Junio” en los campos de Nagua.

Amaury Germán, en cuya casa materna estaba yo hospedado, me invitó a acompañarlo a casa de su tío Héctor Aristy, en los alrededores del parque Eugenio María de Hostos. En la residencia, cuidada celosamente por hombres ranas, se encontraban, además del antiguo ministro del Gobierno Constitucionalista y varios personajes de la revolución, como Manolo Bordas.

También estaba Pichirilo Mejía, un hombre medio gordo, mediana estatura, dicharachero, pelo canoso y la voz ronca. Amaury me lo presentó, Pichirilo intercambió algunas palabras conmigo y siguió su conversación. Se hablaba de la salida de los jefes militares y civiles constitucionalistas hacia el exterior. Seguí atentamente a Pichirilo y noté cuando con énfasis especial y como quien remata un discurso expresó: “Yo no me voy, mientras quede un solo soldado extranjero pisoteando el suelo de mi país”.

Ramón Emilio Mejía del Castillo, por su nombre propio, de La Romana, hábil marinero, repudió la tiranía trujillista y se fue al exilio; en la fallida expedición de Cayo Confites, al oriente de Cuba en 1947, conoció personalmente a Fidel Castro. En 1956 formó parte de la tripulación del legendario yate Gramma, en el que, desde México, Fidel y sus compañeros llegaron a Cuba el 2 de diciembre.

Durante la guerra de abril de 1965, Pichirilo se convirtió en leyenda, jefe del comando San Antón, donde el patriotismo y la valentía había que probarlos a pocos metros de las tropas invasoras.

Se decía que, bajo el fuego atronador de los fusiles y los morteros yanquis, Pichirilo respondía con ráfagas de su ametralladora, al llamado de: “Ríndate, Pichirilo”, que por unos potentes altavoces y en un estropeado español, le hacían los invasores.

El odio persiguió a Pichirilo más allá de la guerra y la noche del 12 agosto de 1966, ya con Balaguer en el poder, el comandante cayó herido por la espalda, por dos terroristas que se refugiaron en el recinto amurallado de la Aduana. Tras horas de agonía, el indómito comandante de los frentes de combate, sucumbió a sus heridas y perdió al fin la batalla que todos perdemos contra la muerte.

En los hombros de la ira y el dolor, una sollozante multitud, marchando a paso rítmico y lanzando consignas de combate, llevó el cadáver de este hijo y símbolo de la bravura de su pueblo, al cementerio de la avenida Independencia.



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