La República Dominicana es un país de contrastes; va de la playa a la montaña en pocos cientos de metros,y donde el día más claro, llueve. No son simples metáforas. Como la geografía, la nuestra es una sociedad de extremos, en la que las cosas tienen convivencia cercana con su opuesto diametral y los puntos medios, los grises, son vistos con ojeriza.
No es extraño, puesto que nuestra historia y sus avatares nos llevaron de ser el punto de partida de la conquista de América, a colonia aislada y descuidada. Ese aislamiento acrecentó nuestra naturaleza y, por ello, anhelamos lo extranjero con la misma intensidad con la que desconfiamos de él.
Ambos fenómenos están presentes también en nuestra cultura jurídica. Nuestro país es una excepción en Hispanoamérica porque durante más de siglo y medio siguió a pie juntillas la tradición jurídica francesa, por lo menos en cuanto a las leyes adjetivas. Nuestros principales códigos son traducciones de códigos franceses decimonónicos. No fue sino hasta 2002, con la reforma del Código Procesal Penal, cuando uno de los cuatro grandes fue alejado de esa tradición.
A partir de los años noventa, como necesidad impuesta por la creciente integración de la economía dominicana a los mercados internacionales, se han introducido reformas y leyes que beben de otras tradiciones jurídicas juntamente con las francesas. Eso ha servido para descubrir la importancia de la jurisprudencia y doctrina de otros países.
Y ahí se ha puesto de manifiesto nuestra pasión por los extremos. Lo que empezó como una dosificación moderada se ha convertido en una tromba irresistible de aplicación acrítica de criterios doctrinales y jurisprudenciales que no encajan con nuestro ordenamiento jurídico. En esto radica el problema porque esos insumos dejan de ser útiles cuando, en lugar de adaptarlos para que nos ayuden a entender nuestro Derecho, martillamos nuestras normas para que encajen de manera obligada con jurisprudencias o doctrinas que surgieron para entender leyes distintas a las nuestras.
No son pocos los errores judiciales que sólo se explican por razonamientos más apegados a la doctrina extranjera que a las normas locales. Con el agravante de que esa filtración llega ya a todos los pozos del Derecho y, por ejemplo, España se ha convertido en referente de análisis de los derechos fundamentales dominicanos, a pesar de que la estructura de los derechos en su Constitución es incompatible con la nuestra.
Con este uso y abuso, el Derecho comparado pasa de ser una herramienta útil a un peligro para la seguridad jurídica, toda vez que la solución a los dilemas jurídicos no obedece a la norma local, sino a lo que juristas entienden sobre la norma extranjera. Estamos a tiempo.