Si en un juego de pelota de patio se produce una jugada difícil y uno de los equipos alega que el árbitro ha vendido su decisión, lo menos que puede hacer este ante esa grave acusación es renunciar a seguir arbitrando el juego.
En un escenario más exigente, como lo es la vida institucional de la República, un juez que se precie de honorable tampoco tiene alternativa a la hora de adoptar una decisión que la sociedad espera que sea justa.
Lamentablemente, la elección entre “o creen en mí o me voy” no es la disyuntiva que prima en la mente de mucha gente.
La corrupción y la impunidad han ganado últimamente mucho terreno, mientras la ética yace retorcida en el suelo debatiéndose entre la vida y la muerte. Aunque no el único, el Poder Judicial está cada vez más desacreditado en este país nuestro.
Los jueces honestos –que los hay- están forzosamente reburujados con los mercaderes de sentencias –que los hay en mayor número-, y en consecuencia no pasará mucho tiempo sin que pronto todos hayan perdido su credibilidad.
No podemos quedarnos cruzados de brazos. Hay que hacer una gran cruzada para devolver la fe a la Justicia dominicana. Para ello bastaría poner voluntad. De lo contrario, Sodoma y Gomorra quedarán chiquitas a nuestro lado.