En el transcurso de mis años como periodista, he tenido la oportunidad de observar de cerca a varios presidentes de los Estados Unidos, incluyendo a Ronald Reagan, Jimmy Carter, George H. W. Bush, George W. Bush, Bill Clinton y Barack Obama.
Cada uno de estos líderes dejó en mí una impresión duradera durante mi cobertura de eventos en la Casa Blanca dando despliegue noticiosa a las visitas de jefes de Estado dominicanos a Washington como Salvador Jorge Blanco, Joaquín Balaguer, Hipólito Mejía y Leonel Fernández.
Ver a estos líderes estadounidenses fue una experiencia que evocaba grandeza y una etapa histórica en mi carrera. Estos presidentes, con sus distintos temperamentos, enfoques y visiones sobre problemas locales e internacionales, mostraban una conducta acorde con la dignidad de su investidura, cuidando siempre su apariencia y comportamiento tanto en público como en privado.
Estos líderes cuidaban meticulosamente su trayectoria, esforzándose por ser percibidos como figuras cercanas a sus familias, pero a la vez, como políticos cuya conducta motivaba a ser imitada. Su influencia era innegable; estamos hablando del presidente de la primera potencia mundial, cuyas decisiones impactaban globalmente, para bien o para mal, y por ende, eran observados atentamente por los habitantes del planeta.
Sin embargo, es lamentable cómo Estados Unidos ha ido descendiendo, desde los niveles bajos y medios de su sociedad hasta llegar a la cúpula de su liderazgo político. Esta sociedad se vuelve cada vez más violenta y desalmada, con tiroteos tan frecuentes que parecen haber insensibilizado al resto de los ciudadanos. Estos hechos violentos se convierten en notas intrascendentes del día, reseñadas en páginas interiores de los diarios, sin generar grandes sorpresas entre millones de habitantes.
Hemos sido testigos de la campaña electoral con miras a las elecciones del 5 de noviembre. Lo que se presenta diariamente es un verdadero espectáculo, con dos contendientes al límite de sus capacidades, pero que en lugar de debatir sobre problemas cruciales, se insultan y desmeritan en público. El electorado parece disfrutar de estos comportamientos osados, apostando por favorecer al peor de ellos.
El reciente debate entre el presidente Joe Biden, aspirante a la reelección, y su contrincante, el expresidente Donald Trump, ha sido observado mundialmente como la posible antesala del colapso de un sistema que antaño era ejemplo para el mundo democrático.
Ver a un desenfrenado Trump, virtual candidato presidencial republicano, irrespetar a la figura del presidente de Estados Unidos llamándolo «este tipo» resulta deprimente. Pinta un camino empedrado para un país que se enorgullece de ser la primera democracia mundial.
Biden, en medio de sus titubeos y ausencias, intentó en ocasiones responder igualando esas irreverencias e irrespeto, pero quedó corto frente a un contrincante que actúa como el «tigre dominicano», parodiando al desaparecido Lipe Collado.
La sorpresa de este debate es que Biden aparece como el gran perdedor, no sólo por su incapacidad de igualar las mentiras y los insultos de Trump, sino porque demostró que no está en capacidad, debido a su edad, de seguir al frente de la gran potencia del Norteamérica.
Pero si aplicamos este razonamiento a Trump, ¿qué podemos decir de un aspirante presidencial que ya ocupó la Casa Blanca y mostró de lo que es capaz, lanzando improperios y recurriendo frenéticamente a la mentira? Este votante estadounidense que hoy le favorece con su simpatía ya conoce estos comportamientos. Trump, aunque no se quiera, encarna el fervor y el apoyo de una mayoría de estadounidenses que cosecha todos los frutos y disfruta de sus victorias, disminuyendo a sus contrarios.
Poco sorprende que, para ridiculizar al presidente de su país, Trump lo llame «pila de mierda», orondo tras el fallo de la Corte Suprema que lo declaró inmune a los delitos que pudo haber cometido mientras ejercía la presidencia.
Seis de los nueve jueces del máximo tribunal de justicia de Estados Unidos entienden que Trump no debe ser juzgado por arengar a una turba para tomar el Capitolio aquel negro 6 de enero, que dejó un saldo de cinco muertos y el descrédito mundial para esa democracia.