El curso caótico del mundo

El curso caótico del mundo

El curso caótico del mundo

Soy un titán. No recuerdo desde cuándo cargo el mundo sobre mis hombros, pero me doy cuenta que no podré soportar esta pesada carga durante mucho tiempo.

El Concejo de los Tres Poderes se reunió y luego de las deliberaciones sobre el caos del universo salió mi nombre con la encomienda de cumplir con una impostergable misión.

En la misión que me encomendaron hay una historia secreta. El origen está blindado. Inexpugnable. No desmayo porque cuento con la clave infalible para hallar un gran tesoro.

¿Qué clase de tesoro? ¿Dónde está? No sé. Las ideas se vuelven una tormenta en mi cabeza. Se transforman en un infierno en ebullición. Menguan mis fuerzas y siento que crece el peso sobre mis hombros.

Tengo la clave. Hace mucho que está en mi poder. La tarea podría verse fácil, pero antes tengo que reforzar mi voluntad y enfrentarme a un caos existencial si quiero ganar ese tesoro; y si lo hago no será para mí. También de eso estoy bajo alerta.

Hay que salvar mil trabas para encontrarlo y, finalmente, saber de qué se trata; y cuando llegue el momento, a mi elección está abrirlo.

Alucino y pienso en un cofre convencional.

Quizá no lo abra. Todo dependerá del momento, pero si lo hago, ¿qué hallaré en el fondo del cofre? ¿Y por qué hablo de un cofre? Antes de embarcarme en la prueba conseguí reunir, con mucha paciencia, todas las informaciones necesarias.

El caos crece. El peso del mundo aumenta y agota mi resistencia.

Una voz, con el correr del tiempo, marcó el inevitable día; y me puse en movimiento.

El mensaje coincidió con el periodo mágico de la alineación de los planetas.

La voz de la clarividencia me llevó, paso a paso, a un lugar muy específico. Era el corazón del bosque mayor, poblado de árboles altos y frondosos, de troncos fuertes… esencia vital del mundo que cargo. Caminé siguiendo las instrucciones. Dos horas, creo. O quizá tres. Donde hallara un árbol con una marca tenía que detenerme. Así ocurrió. Me detuve delante del árbol. Era un árbol enorme. Calculo que tenía más de ciento cincuenta años. En el tronco, a la altura de mis ojos, había una flecha blanca, trazada con el curso invertido hacia las raíces.

Tomé las herramientas necesarias que llevé para la faena y cavé. Cavé afanosamente y sin descanso hasta encontrar lo que buscaba.

En el fondo del hoyo que cavé había una caja de madera. Negra. Eufórico salgo del hoyo con el botín entre mis manos.

La caja está cerrada, con poco peso y un lazo en cruz, fuerte y rojo.

En principio, y sin pensarlo, sentado junto al tronco, me embarqué en limpiarla cuidadosamente. Con varios manotazos quité toda la tierra que tenía encima. Así, completamente limpia, se veía impecable y misteriosa.

Un aluvión de preguntas me asalta. ¿Hallaré dentro de la caja un tesoro milenario? ¿Joyas, diamantes de imprevisible valor? ¿Coronas de reyes o príncipes, aros, anillos, pendientes, zarcillos? No me hago ninguna ilusión sobre su contenido.

En medio de mi incertidumbre destrozo violentamente el lazo y abro la caja.

No me inmuté. A punto de caer en el desaliento controlé mis emociones. La caja no tenía nada. Estaba confundido. Era absurdo. No podía creerlo. Hurgué con más cuidado, de manera exhaustiva. En el fondo mis manos se toparon con algo suave y delicado. No estaba completamente vacía, como pensé en principio. ¿Qué era aquello? ¿Qué tiempo tenía en ese extraño sepulcro? Si gritó por ayuda, jamás escucharon la demanda de socorro. ¿En qué momento del encierro le llegó la hora final?

Y yo, ¿necesitaba ayuda? ¿Tenía derecho a reclamarla sin traicionar la encomienda que me trajo a este lugar? ¿O, sencillamente debo actuar conforme a mi libre albedrio?

No lograba darme cuenta. Me devanaba la cabeza y no hallaba la manera de asociarlo a otro drama parecido. Era imposible tener una idea concreta de qué era aquello. Si tuvo alguna utilidad en la vida. ¿A qué nombre responde? ¿Vino de otro mundo? No había indicios.

En mi cabeza hay una nebulosa.

No acierto a darme cuenta de nada. Abrumado miro hacia un punto impreciso del cielo y, traicionado por la impotencia, sin fuerzas, abatido, caigo de rodillas. Así, hincado, un rayo de luz iluminó mi mente y me doy cuenta que tengo la respuesta. No salgo de mi asombro. Y descubro que entre mis manos están los restos de lo que era un cuerpo diminuto. Inerte, ahora, roto, negro. Irreconocible y totalmente destrozado, como cuando un guerrero, exhausto, entrega la vida, luego de mil batallas.

En ese momento recuerdo el alcance de mis poderes. El sentido de la misión. Así que aviento al límite los pulmones y soplo sobre los despojos que reposan en mis manos, y para mi sorpresa, veo que una parte empieza a tomar forma de cuerpo, a recomponerse muy despacio.

Tomo aire de nuevo y soplo. Esta vez consigo una reacción total, impresionante.

            —Anímate, vamos. Márchate. El mundo, hoy más que nunca, te necesita —le digo.

En pleno vuelo reconozco que la esperanza, afanosa, ahora lleva una parte importante de mi vida.



Rafael García Romero

Rafael García Romero. Novelista, ensayista, periodista. Tiene 18 libros publicados y es un escritor cuya trayectoria está marcada por una audaz singularidad narrativa, reconocido como uno de los pilares esenciales de la literatura dominicana contemporánea. Premio Nacional de Cuento Julio Vega Batlle, 2016.