El Cucutu: mensajero de la muerte ¿O de la vida? “…eso nunca se sabe”

El Cucutu: mensajero de la muerte ¿O de la vida? “…eso nunca se sabe”

El Cucutu: mensajero de la muerte  ¿O de la vida? “…eso nunca se sabe”

Era tiempos de afanes del narco colombiano y la prensa del país.

En esa ocasión, ejerciendo ya como profesional de la comunicación se me presentó un caso en el que, al parecer, se pusieron en juego las vidas de dos colegas periodistas.

Al llegar a mi hogar después de la faena como encargado de prensa del Instituto Dominicano de Seguros Sociales (IDSS) me encontré con una inesperada y extraña situación.

Yo residía entonces en un apartamento de los que el gobierno del extinto presidente Antonio Guzmán había otorgado a periodistas y otros profesionales en el sector de Cancino II.

Extrañé que mi esposa fue a alcanzarme en el área del parqueo. Me dijo casi de sopetón que alguien me esperaba en la casa, que esa persona había estado allí desde temprano y decidió dar tiempo al tiempo, pese a que se le señaló que llegaría tarde.

-“El Cucutu está ahí, ese hombre no me da confianza para nada, es un tiguerazo”, dijo con cierta preocupación.

-¿Y qué quiere conmigo?-pregunté

-No sé, no adelantó nada. Dice que solo quiere hablar algo muy importante.

El Cucutu divisó mi llegada desde el balcón en el tercer nivel del apartamento. Estaba extasiado en mi mecedora desde donde saludaba, mientras mostraba particular interés en que yo lo viera.

-¿Y aquí es que tú vives?- me interrogó en tono rayano. -Este es un apartamentico, tú mereces vivir en una mansión, en una mansión bien grande-apuntó.  Tú deberías tener una residencia enorme, de lujo, te mereces mucho más que esto”, expuso con determinación mientras me daba un apretón de manos.

-Sí, es mi humilde hogar-contesté. Y agregué: -Aquí yo me siento bien, estoy conforme con mi casita.

Se explayaba en elogios para mi labor profesional, excedía las alabanzas y me definía como un gran ser humano. No entendía bien a donde quería llevarme. Había recibido un buen trato con brindis de jugo de naranja y café de por medio. Mi esposa, algo nerviosa, hacía señas como si quisiera advertirme de que, al parecer, este sujeto estaba mal del juicio.  En tanto, yo manejaba la situación con mucho cuidado, ya que ignoraba con certeza cuál era la razón de la visita.

Pero ¿quién era El Cucutu? Todo un tiguerón de barrio bien pulido, un buscavida. Pensé que estaba allí a la espera de algo, pero no, el tono de la conversación me decía que había llegado con otro propósito. Lo conocí cuando vivía con mi familia en la calle La 15 del sector Villa María, en las proximidades del liceo Juan Pablo Duarte. Nuestras viviendas colindaban. La residencia familiar de éste (donde estaba con sus padres y hermanos) era de las que tenía mejor aspecto en el área cercana. El Cucutu era como “la oveja negra” de la casa. Hábil de carácter, diligente, era el tipo de gente que no escatimaba esfuerzos para buscar el peso. Siempre estaba en los colmados de la esquina con un vaso de cerveza fría y dispuesto a realizar cualquier encargo.

De hecho se le veía asociado a otros jóvenes del sector que de mostrar perfiles de deportistas, saltaron a exhibir algunas comodidades sin que se supiera bien las fuentes de sus fortunas.

En el barrio se le conocía por ser un individuo inquieto, de cierto arrojo y disposición para hacer cosas.  De tamaño menudo, escaso bigote, especie de peinado tipo afro y una sonrisa entre sarcástica y sabichosa. Cuando el ciclón David azotó al país, por ejemplo, éste salió en plena tormenta a recoger las hojas de zinc que los fuertes vientos desprendían de las viviendas del vecindario, las cuales luego vendía a los parroquianos.

Cuando nos mudamos de La 15 tuvimos el cuidado de no dar la dirección a alguien fuera de nuestra entera confianza y El Cucutu no entraba en ese paquete.  No supimos cómo nos ubicó, solo sabíamos que llegó hasta nosotros y que nos visitaba para alegadamente decirnos algo que recalcaba era trascendente.

-¿Conoces al periodista Ruddy González? ¿Y a Bolívar Bello Belliard? Si hombre, ustedes se conocen– soltó de improviso, dándole un rápido giro a la conversación.

Comenzó a hablar tendidamente de la vida de estos dos colegas, ofreciendo incluso datos familiares que desconocía. Me dijo que Bello Belliard vivía en Cambita, San Cristóbal, detallando todos los pasos que éste daba con su esposa, que era maestra en la escuela local, y con su hijo, antes de salir a trabajar para el periódico La Noticia, en la capital. También se refirió a Ruddy, pero haciendo hincapié siempre en que éste, según alegaba, tenía su propio “apoyo de fuera”.

Yo escuchaba en silencio. En tanto, recibía el impacto de las informaciones que este “pobre diablo” exponía sobre estos reputados periodistas. Ruddy, respetable ejecutivo del icónico vespertino Ultima Hora y Bello Belliard, reportero estrella del pujante periódico La Noticia, publicaban en esos días una serie de reportajes sobre la creciente presencia de capos colombianos en el país.

El periodista González, con trabajos que fechaba en la ciudad de Nueva York, detallaba cómo jefes del narcotráfico colombiano se aposentaban en el terruño, realizando incluso inversiones millonarias. Los trabajos de estos dos profesionales se referían, además, a nombres de narcos que alegadamente habían comprado caballos de pasos finos con miras a fomentar esta actividad en el territorio nacional.

-Tú los conoces, no te hagas, ellos son tus amigos; habla con ellos, dile que no sigan publicando esos disparates, tú sabes cómo es”, advertía El Cucutu exhibiendo una cínica sonrisa en sus labios. Traté de convencerlo de que ese tipo de artículos era parte del trabajo cotidiano de esos colegas y que las informaciones llegaban a los periódicos por distintas vías.

-Habla con ellos, son tus amigos, habla con ellos– insistía. La preocupación era palpable en mi casa, en los integrantes de la familia. Al otro día llamé a un ejecutivo del vespertino La Noticia y le expliqué lo que había pasado para que adopten las precauciones de lugar. Supe después que este medio detuvo la publicación de los reportajes y puso el caso en manos de la policía, a fin de que su periodista reciba protección de la uniformada.

Se dispuso proteger a Bello Belliard, mientras Ruddy, a quien también llamé, restó importancia al hecho y siguió publicando sus reportajes. –Ellos saben con quiénes se meten, no te preocupes, tranquilo que ellos saben que conmigo no le saldrá bien- me comunicó González por la vía telefónica. Razoné entonces lo que me decía con insistencia El Cucutu, en cuanto a que éste tenía “protección” de organismos internacionales.

Los reportajes de los colegas, según investigué después, provocaron que se detuviera un cargamento grande de drogas que sería enviado al país, procedente de Colombia, lo que al parecer causó pérdidas millonarias a carteles de la nación sudamericana.  Se habrían paralizado también algunas inversiones provenientes de estos sectores del bajo mundo, según me relataron.

Días después recibí en mi trabajo una llamada inquietante de parte de Bello Belliard. –Emiliano, estoy en el despacho del jefe de la Policía, él quiere que te presente para que dé una descripción de la persona que visitó tu casa.

Quedé en trance. No pensé que las cosas llegarían a ese nivel. Reaccioné y respondí al colega que lo sentía, pero que no daría detalles a la policía, que lo que había dicho a los interesados era suficiente. Temí que si ofrecía esas informaciones me convertiría en un vulgar soplón. Además, esa persona conocía donde yo vivía y tenía detalles de mi familia.

Bello Belliard me llamó de nuevo: -Dice el jefe de la Policía que venga por tu cuenta o él te va a mandar a buscar preso.

La situación se puso “color de hormiga”. Asumí un hálito de valor y le comuniqué al colega que si el jefe de la Policía deseaba podría mandarme a buscar, pero que yo no iba. Invoqué un acápite de la Ley de Expresión y Difusión del Pensamiento que protege el secreto profesional de los periodistas, en virtud de lo cual éstos no están obligados a revelar las fuentes de sus informaciones.

Los empleados me miraban atónitos, escuchaban en plena oficina como yo airado, osaba desafiar al jefe de la Policía. Esperé preocupado que fueran a buscarme, pero Bello Belliard no volvió a llamar. Ni siquiera se tocó el tema otra vez hasta que hace unos cuantos días el colega me contactó fortuitamente por Facebook con el siguiente mensaje:

“Bolivar Bello Belliard: Que bueno Emilio Reyes saber de ti. Te recuerdo con mucho cariño y sentimiento de agradecimiento porque me salvaste de haberme convertido quizás en una de las primeras víctimas de entre los periodistas, de parte del narcotráfico, al alertarme sobre un plan que se estaría urdiendo después de haber publicado una serie de reportajes sobre ese Tema en el país”.

*El autor es periodista