Cada año, cuando el Congreso Nacional aprueba el Presupuesto General del Estado, quienes creemos en el desarrollo territorial volvemos a hacernos la misma pregunta: ¿y los ayuntamientos? No es una inquietud reiterativa ni un reclamo caprichoso.
Es una preocupación legítima, porque de la fortaleza financiera de los gobiernos locales depende, en gran medida, el orden, la convivencia y la calidad de vida en nuestras ciudades y comunidades.
Para el año 2026, el presupuesto nacional aprobado asciende a RD$1.84 billones, con ingresos consolidados estimados en RD$1.44 billones, según datos oficiales del Senado de la República.
La Ley 166-03 es clara cuando establece que el 10 % de los ingresos corrientes no especializados debe ser transferido a los ayuntamientos y juntas de distrito. Si esa disposición se aplicara de manera estricta, los gobiernos locales deberían recibir alrededor de RD$144 mil millones.
Sin embargo, la realidad vuelve a imponerse: las transferencias rondan los RD$34,700 millones, apenas un 24 % de lo que la ley manda.
Dicho de forma directa, el país mantiene una deuda estructural con sus municipios superior al 75 % de su derecho financiero legal.
Esa brecha no es sólo una cifra en una tabla presupuestaria; es la causa de aceras inexistentes, de servicios de residuos colapsados, de parques abandonados, de mercados improvisados y de una limitada capacidad para planificar el crecimiento urbano, promover la inclusión social o fortalecer la seguridad local.
Si el 10 % se cumpliera en 2026, el impacto en los territorios sería profundo y tangible. Basta con observar algunos presupuestos municipales del año 2025 para dimensionarlo. Santo Domingo Este, por ejemplo, aprobó un presupuesto de RD$3,579 millones, de los cuales más de RD$2,000 millones provienen de transferencias nacionales.
Con la aplicación plena de la ley, su capacidad financiera podría superar los RD$11,500 millones, triplicando su margen de inversión.
San Cristóbal pasaría de RD$543 millones a más de RD$1,900 millones; Higüey, de RD$910 millones a cerca de RD$3,200 millones; San Pedro de Macorís, de RD$550 millones a casi RD$2,000 millones. Incluso municipios más pequeños, como Licey al Medio o Enriquillo, verían multiplicados sus presupuestos hasta tres y cinco veces.
No se trata de cifras infladas ni de ejercicios imaginarios. Es el resultado directo de aplicar una ley vigente. Con esos recursos, los ayuntamientos podrían duplicar o triplicar su inversión en infraestructura básica, gestión de residuos, iluminación, espacios públicos, programas sociales y mantenimiento urbano. Podrían, además, planificar a mediano y largo plazo, algo prácticamente imposible con presupuestos de mera subsistencia.
Ahora bien, cumplir la Ley 166-03 no puede interpretarse como un cheque en blanco. Más recursos deben ir acompañados de mayores niveles de responsabilidad. Transparencia, control interno, planificación multianual, fortalecimiento institucional y rendición de cuentas no son opcionales; son condiciones indispensables. De lo contrario, cualquier aumento presupuestario terminaría diluyéndose en ineficiencias y frustración ciudadana.
Los gobiernos locales necesitan no sólo dinero, sino también capacidades técnicas, personal formado y plataformas digitales que permitan monitorear el uso de los fondos y evaluar resultados. El desafío es doble: financiar la descentralización y profesionalizarla.
Soñar con el 10 % no es una utopía ni un discurso romántico. Es una necesidad democrática y una obligación legal. Las ciudades crecen, la población exige más y mejores servicios, y los municipios siguen operando con recursos que no guardan relación con sus responsabilidades reales. Cumplir la ley no es un favor del poder central; es respetar el marco institucional del país.