Hay monedas que hacen historia, pero pocas se comparan con una de las más famosas de todos los tiempos: el Real de a Ocho.
Y con razón: fue la primera moneda verdaderamente global.
Se producía en enormes cantidades y, a los 25 años de su primera acuñación en la década de 1570, se había extendido por Asia, Europa, África y América, estableciendo un dominio global.
Conocida también como el «peso de ocho reales» o simplemente «peso», fue por tres siglos la moneda de reserva, y se estima que en el siglo XVIII, el 50% de todo el dinero en circulación en el mundo era en Real de a Ocho.
Solo fue sustituido en el siglo XIX por la libra esterlina y desde mediados del siglo XX por el dólar estadounidense.
Acuñado por el Imperio español después de la reforma de los Reyes Católicos de 1497, el Real de a Ocho tenía unos 40 milímetros de diámetro y pesaba unos 27 gramos.
25 de esos gramos eran plata… plata que hizo rico a ese imperio y al mundo, pero no a los habitantes originales del lugar de donde provenía: América.
Gran parte de una montaña de los Andes que en quechua se llama Sumaq Urqu, o ‘cerro hermoso’ y Urqu P’utuqsi o Qullqi Urqu, o ‘cerro que brota plata’.
En español se le conoce como Cerro Rico y cerro de Potosí, pero también con el trágico sobrenombre «montaña come hombres».
El Dorado plateado
Cuando los españoles se toparon, literalmente sin quererlo, con el «Nuevo Mundo», fue el oro lo que los fascinó, en ocasiones hasta la locura.
Pero lo que realmente los hizo ricos no fue El Dorado nunca hallado, sino la plata.
La encontraron rápidamente en el México azteca, y explotaron sus minas.
Sin embargo, fue en Perú, en la década de 1540, en el extremo sur del Imperio Inca, donde se ganaron el premio gordo.
En las montañas andinas de lo que ahora es Bolivia, había un montículo de plata tan grande que convertiría una aislada aldea inca en la cuarta ciudad más grande del mundo cristiano en sólo 70 años, financiaría la creación del complejo industrial más avanzado de su época y definiría las fortunas económicas desde China hasta Europa occidental.
En su apogeo, a principios del siglo XVII, 160.000 nativos, esclavos de África y colonos españoles vivían en Potosí, una población mayor que la de Londres, Milán o Sevilla en ese momento.
A los pocos años del «descubrimiento» español de las minas, la plata de América comenzó a cruzar el Atlántico, pasando de unos modestos 148 kilos al año en la década de 1520 a casi tres millones de kilos al año en la década de 1590.
En la historia económica del mundo nunca antes había ocurrido nada de esta escala.
No por nada el primer escudo de armas de la entonces llamada la Villa Imperial de Potosí, concedido por el emperador Carlos V, rezaba: “Soy el rico Potosí, del mundo soy el tesoro, soy el rey de los montes, envidia soy de los reyes”.
Consciente de su gran valor, su hijo, el rey Felipe II de España, le regaló un segundo escudo a la ciudad en 1561 con el apropiado lema: “para el rey sabio esta alta montaña de plata podría conquistar el mundo entero”.
La ciudad en las faldas del Cerro
Ese sitio alto, árido y muy frío de los Andes se convirtió en un lugar inimaginablemente rico.
En la prisa por explotar la plata, Potosí germinó caóticamente, convirtiéndose en una ciudad de villas extravagantes y cabañas modestas, salpicada de casas de juego, teatros e iglesias, en la que el vicio, la piedad, el crimen, las fiestas asumían proporciones enormes, según el historiador hispanoamericanista Lewis Hanke.
«En un acaecimiento eclesiástico, uno de los gobernadores organizó una grandiosa fiesta, en la que exhibió un jardín hecho exprofeso, encerrando en su clausura cuantos animales fieros tuvo el arca de Noé […]. Hubo cañas que manaban vino, chicha y agua a un tiempo», contó.
«En 1577 se invirtieron tres millones de pesos en formidables obras hidráulicas, progreso que anunció una era de prosperidad aún mayor», añadió.
Esas obras dejaron a la ciudad rodeada por 22 represas que alimentaban 140 molinos, en los cuales se procesaba el metal antes de moldearlo en barras.
Pero si bien las minas de Cerro Rico producían la materia prima que enriqueció a España, fue la Casa de la Moneda de Potosí, la que fabricó los Reales de a Ocho que sentaron las bases de una moneda global.
Desde Potosí, las monedas se cargaban en llamas, para el viaje de dos meses a través de los Andes hasta Lima y la costa del Pacífico.
Allí, las flotas españolas llevaban la plata desde Perú hasta Panamá, donde era transportada por tierra a través del istmo y luego cruzaba el Atlántico en convoyes.
Y ese comercio de plata no se centró sólo en Europa.
De hecho, casi no hubo ningún lugar del mundo al que no llegaran esas omnipresentes monedas.
Como España también tenía un imperio asiático, con sede en Manila, Filipinas, pronto los Reales de a Ocho cruzaron el Pacífico en grandes cantidades.
En Manila se intercambiaban con comerciantes chinos, por seda y especias, marfil, laca y, sobre todo, porcelana.
Así, fueron engendrando un cambio fundamental en el comercio mundial.
«Muy rápidamente se acuñaron cientos de millones, y tal vez incluso miles de millones, de estas monedas, y se convirtieron en el sistema monetario global», le dijo a la BBC el historiador financiero William Bernstein.
Eran el equivalente de las tarjetas de crédito desde el siglo XVI hasta el XIX, explicó.
«Cuando, por ejemplo, lees sobre el comercio del té en China, que era un comercio vasto, ves los precios y cuentas contabilizadas en dólares, con signos de dólar, pero por supuesto de lo que hablaban eran de dólares españoles, de esos Reales de a Ocho».
En toda Europa, el tesoro hispanoamericano inauguró una «edad de plata», pero esa misma abundancia trajo consigo una nueva serie de problemas.
Sin Reales en España
La plata hispanoamericana aumentó la oferta monetaria, algo parecido a cuando los gobiernos «imprimen» dinero hoy en día.
La consecuencia, ayer como hoy, fue la inflación.
Causó caos en la China Ming, y desestabilizó las economías del este asiático.
En España reinaba el desconcierto, ya que la riqueza del Imperio, tanto en términos políticos como económicos, a menudo parecía más aparente que real.
A pesar de que Felipe IV había afirmado: «En la plata está la seguridad y la fortaleza de mi monarquía», irónicamente, las monedas de plata se convirtieron en una rareza en el reino.
Las usaban para pagar bienes extranjeros, mientras que la actividad económica local declinaba.
Cuando el oro y la plata desaparecieron de España, costó asimilar el abismo entre la ilusión y la realidad de la riqueza, y las consecuencias morales de los inesperados problemas económicos del país.
En 1600, el arbitrista castellano Martín González de Cellorigo sentenció que «el mucho dinero no sustenta los Estados, ni está en él la riqueza de estos».
E interpretó lo ocurrido diciendo que la causa de la ruina de España era que «la riqueza ha andado y anda al aire, en papeles y contratos y censos y letras de cambio, en la moneda, en la plata y en el oro, y no en bienes que fructifican y atraen a sí como más dignos las riquezas de afuera, sustentando las de dentro.
«Y así el no haber dinero, oro ni plata en España es por haberlo, y el no ser rica, es por serlo«.
Pero independientemente de los avatares de la fortuna española, el Real de a Ocho fue una de las piedras fundamentales del mundo moderno, que prefiguró e hizo posible la economía global moderna.
Sin el Cerro Rico, la historia habría sido muy diferente, no sólo para el resto del mundo sino también para quienes tuvieron que internarse en sus entrañas.
El gran costo
Esa riqueza tuvo un costo enorme en vidas humanas.
Cuando la producción de plata se disparó a principios de la década de 1570 tras el descubrimiento de un proceso de amalgamación para separar el mercurio del mineral extraído, se impuso el sistema de trabajo forzoso conocido como mita.
Las condiciones eran brutales, incluso letales.
Nativos que vivían a cientos de kilómetros de distancia eran obligados a viajar a Potosí donde se les asignaba la agotadora tarea de llevar a la superficie la cuota diaria de 25 sacos de mineral de plata, cada uno de los cuales pesaba alrededor de 45 kg.
En la crónica «Relación General del Asiento y Villa Imperial de Potosí y de las cosas más importantes de su gobierno» (1595), el minero español Luis Capoche cuenta que el único premio que solían recibir por su trabajo era que los llamaran «perros» o que los golpearan por haber traído poco metal, haber tardado demasiado o supuestamente robar.
Relata el caso de un indígena que, temeroso del castigo de su amo, se refugió en la mina, cayó «y se hizo cien mil pedazos».
Los maltratos no eran la única condena.
En la gélida altitud de las montañas, la neumonía era un peligro constante, mientras que el envenenamiento por mercurio frecuentemente mataba a quienes participaban en el proceso de refinación.
Aproximadamente desde 1600, cuando la tasa de mortalidad se disparó entre las comunidades indígenas locales, decenas de miles de esclavos africanos fueron llevados a Potosí para reemplazarlos.
Eran más resistentes que la población local, pero también murieron en grandes cantidades.
No se sabe a ciencia cierta cuántas víctimas fatales hubo, pero en la memoria cultural caló la cifra que Eduardo Galeano citó en «Las venas abiertas de América Latina».
En el furioso relato sobre el pasado de Potosí, el escritor uruguayo habló de 8 millones de nativos muertos, y aunque expertos aseguran que fueron muchos menos, al final el número preciso no es lo que importa: el trabajo forzoso en esas minas sigue siendo el símbolo histórico de la opresión colonial española.
Parafraseando lo contado por Galeano, se dice que dada la explotación se podría tender un puente de plata desde la cumbre del Cerro Rico hasta la puerta del palacio real en Madrid al otro lado del océano.
Y otro puente con los huesos de quienes murieron extrayendo el precioso metal.