El caramelo de mamá

El caramelo de mamá

El caramelo de mamá

Vladimir Tatis Pérez

¿Por qué son tan pesadas las madres? ¿Es que acaso no pueden despedirse sin lágrimas? Seco mis ojos porque un tipo rechoncho, canoso y con el rostro enrojecido viene por mí billete y no quiero que vea lágrimas en ellos. Siento aún más calor al verlo vestido de negro. Verifica mi billete y me indica mi vagón, casi me ordena entrar. Lleva un reloj tan grande como él y pienso en el reloj que mi madre tiene en la cocina. Sin funcionar desde antes de yo nacer. Borro la sonrisa al percibir su tufo a alcohol, no llega a ser parecido al de mi padre, pero igual de repugnante.

Miro al hombre otra vez. ¡El vagón seis! Me grita y entro. ¿Y si este fuera el conductor? Busco a mi madre, pero no se ve por la ventana, seguro que debe estar secándose las lágrimas en algún rincón. Abrazo mi mochila. Entran varias personas. Me fijo en un hombre y una joven que parece su hija, en dos monjas y en un señor mayor con coleta metido en la lectura del diario Marca.

Meto mi mano en el bolsillo y saco un caramelo de los que me había dado mi madre para el mareo. Ella sabe que no me gusta el sabor de limón, no me acuerdo cuántas veces se lo he dicho. Aun así lo chupo y me desplomo cuando por fin encuentro mi asiento. Escucho a dos chicas reír y hablar casi a voces detrás de mí. Las miro. Sonríen. Miro por la ventana, un montón de palomas vuelan como en la película de Hitchcock, pero los pasajeros no se fijan en ellas. Mi madre me busca por las ventanillas y me oculto, ya no quiero más despedidas. Así que me acomodo dispuesto a disfrutar de mi partida.

Mi comodidad dura poco, una señora de unos doscientos kilos se sienta a mi lado, tiene un aliento que aplasta. Busco un caramelo para ofrecérselo. Solo me quedan tres. Nada, aguantaré. Su brazo roza casi conmigo entero y no salgo por la ventana porque mi madre aún me busca para continuar con su despedida y no sé qué será peor.

Conversaciones, risas, adioses, calor. Casi diez minutos después las puertas silban, se cierran y el tren arranca. Busco a mi madre, pero no la veo y no sé por qué siento un nudo en la garganta. La gorda me sonríe y no tuve más remedio que devolverle la sonrisa.

El tren se detiene en medio de la vía. Aún no hemos salido de la ciudad. La gorda me ofrece un chicle, miro que no tenga que ver nada con el limón. Me lo como. Pienso en el interventor conduciendo borracho y la angustia me amarga el chicle. Las chicas continúan con sus conversaciones y sus risas. Yo loco por estar al lado de ellas. Pero mover a esta mujer para salir, ni pensarlo. El tren inicia otra vez su recorrido. Es verdad, mi madre es gorda, unos diez kilos menos que esta, pero es que huele a limón. Nada que ver. Esta mujer en cambio huele a melocotón. Si al menos me tocara ir con las chicas, a ella sí que le daría el caramelo de mamá.

Roncan, hablan, se levantan, el tren se detiene, vuelve a arrancar. Me levanto para salir, pero esa señora esta desparramada en el asiento, como si el vagón fuera para ella sola. La muevo para ver si deja de roncar, no me deja leer el Marca que me prestó el de la coleta. Las chicas se levantan, no dejan de hablar. Se dirigen al fondo, creo que van a fumar. Quiero acompañarla, pero no quiero despertar a la ballena. La pobre se ve tan rendida.

Me quedan dos caramelos. Que malo que sean de limón. Mira que se lo he dicho a mi madre: ¡Me gusta el olor a limón de tu piel, pero no me gusta el sabor a limón de los caramelos! Me como uno. Enrollo el papel en mi dedo y luego lo tiro al suelo. Y de inmediato me imagino a mi madre diciendo: “¡Qué te he dicho de tirar la basura al suelo!”. Hago malabares para recogerlo sin despertar a la gorda durmiente.

Quiero ir al servicio, ¿la despierto? Si la muevo subirá su olor a melocotón y no me gusta. Prefiero el olor a limón de mi madre cuando suda.

Me duermo, sueño que la gorda me engulle y de un salto despierto. La busco y no está. Busco su equipaje, tampoco. Qué bien. Bostezo. Pero a dónde se ha metido. Me estiro. Qué bueno. Quiero preguntar. He dormido mucho. Tampoco veo a las dos monjas, en sus asientos hay una pareja de chicos que parecen novios. Las luces se encienden. Creo que estamos llegando.

Aprovecho para ir al servicio. Está ocupado. Y ¿si la gorda está aquí adentro? Sigo esperando. No, no es ella. Doy pasos a un hombre alto que cojea. Me da ganas de cojear detrás de él. Sonrío. Abro la puerta. Primero lo intento como todas las personas entra en todos los lavabos. Pero no puedo entrar de frente. Luego pruebo de lado y tampoco. Dios, ¿Por qué harán las puertas de los servicios de los trenes tan pequeñas? Meto una pierna, luego un cacho de nalga, un brazo, el hombro y la cabeza. Empujo el tórax, la barriga no entra. Pero tampoco sale. Empujo. Estoy atascado. Escucho risas, pero aun nadie me ha visto. ¿Si pido ayuda? No, es muy pronto. Ya vendrá alguien.

Vuelvo a empujar y siento que el metal de la puerta me rebana la barriga. En estos casos pienso en el olor a limón de mamá. Mis caramelos. Saco uno, con una mano lo abro y tiro la envoltura. Ya casi llegamos. Siento a los pasajeros levantarse. El tren disminuye la velocidad. El caramelo no me sabe a limón ni a nada. Sonrío. Espero. Otra vez tendrán que llamar a los bomberos para ayudarme salir de un atasco. Me mareo. Voy por el último caramelo y no veas cuánto echo de menos el olor a limón de mi madre, lágrimas que me despejan cuando me atasco.



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