Tengo mi propia lectura de la famosa expresión de John Maynard Keynes, ícono de la economía neoclásica, en el sentido de que “en el largo plazo todos estaremos muertos”, pues la vida continuará su curso y el universo no se agota tras nuestra desaparición.
Asumo una interpretación antojadiza y, si se quiere, cargada de subjetividad: es necesario aprovechar el presente, hacer la tarea ahora para poder modelar el futuro, condicionarlo e impactarlo. En otras palabras, no dejar las cosas en manos del azar y del tiempo.
El gran problema dominicano es el cortoplacismo, impulsado por dos fuerzas: la política clientelar y el capital depredador, centrado en la rentabilidad coyuntural aunque entre el mar con todas sus secuelas desfavorables para quienes nos sucederán.
Es en ese contexto que no levantamos ayer la infraestructura que necesitamos hoy. Las calles estrechas, atestadas de vehículos, las aceras angostas, obstruidas, no se construyeron con visión de futuro.
Ocurre lo mismo con el uso de suelo, la administración territorial, la reglamentación constructiva de viviendas, inmuebles industriales, empresariales, turísticos, de servicios.
Todo ha venido cayendo bajo la propia norma de cada quien, en función de las influencias particulares, las apetencias y del retorcimiento de voluntades de aquellos elegidos para gerenciar el orden.
Por eso, tenemos un país atípico, arrítmico, contradictorio y costoso en términos de infraestructura, con vicios a todos los niveles reflejados en la calidad de vida y hasta en la productividad.
En el sector privado –no así en la política- emerge la conciencia, un poco tardía, enfocada en la sostenibilidad. Cada vez se suman más entes a esta tendencia, que no es una moda pasajera ni una pasarela corporativa. Se trata de una apuesta por la vida.
Depredarlo todo en el presente (las áreas verdes, las aguas, los corales, el aire, las especies animales y vegetales que dan equilibrio al ecosistema) es generar riqueza, pero creando a su vez un pasivo impagable en el futuro.
Esto equivale a la destrucción del mercado, de los consumidores, del capital humano, de la salud.
Una sociedad enferma en una atmósfera irrespirable es un bloqueo al desarrollo.
El síndrome del “cambio de oro por espejitos” nos mata y no distinguimos las inversiones “sucias” de las inversiones sostenibles. Es una pena.