Los políticos se solazan predicando la institucionalidad y lo hacen mucho más cuando están en la oposición.
Pero, al llegar al poder, cambian el chip y se ponen el traje clientelista.
Supongamos que sea difícil hacer una reforma profunda del Estado y que eso requiere tiempo, pero hay decisiones prácticas que pueden ayudar a hacer una transición hacia el fortalecimiento del marco institucional.
Vivimos en una colindancia eterna, como diría Adriano Miguel Tejada, ido a destiempo.
Todos somos primos, vecinos, amigos, conocidos, porque la República Dominicana, por su tamaño e idiosincrasia, no dejará de ser una aldea.
Aquí somos muy simpáticos y todavía nos pasamos comida de una puerta a otra o nos quedamos con el perro del vecino que va de viaje. Somos primarios y muy cálidos en las relaciones, a veces atrevidos y arrojados.
Esa característica ontológica se traslada a la gestión de las instituciones públicas. Por eso, hay quienes consideran algo normal llamar al incumbente para que promueva a un familiar o un allegado, lo ascienda y le mejore el salario, pero sin tomar en cuenta los méritos.
No piensan que el cariño o el afecto no deberían prevalecer sobre la meritocracia ni bloquear la funcionalidad de los sistemas institucionales, sin relajar las políticas de las organizaciones estatales.
Promover candidaturas para puestos públicos de amantes, amiguitas o amiguitos con curriculum vitae que solo tiene la solidez de las relaciones amatorias, políticas, del padrinazgo y del paternalismo de los partidos es aquí una especie de deporte nacional.
La dimensión de esos procedimientos primarios, que se llevan de encuentro todas las normas, hace muy débil al Estado como ente de servicio y de control.
Si dejásemos que las instituciones funcionen, esa sería en sí una gran reforma, pero es un sueño, porque tenerlas capturadas es el gran proyecto de muchos políticos, incluso políticos jóvenes, de estas generaciones.