El balón y el puntapié
En la época de la demarcación de civilizaciones, cuando lo vital de cada pueblo iba al campo de batalla a confrontar la vida con la muerte cara a cara, en las aldeas quedaban las mujeres por cuenta de gente como nosotros, amantes de la paz o incapacitados para tareas hercúleas.
Cuando los caudillos ponían fin a las expediciones, regresaban a casa guerreros baldados, los despojos y desvitalizados de la confrontación.
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En aquellos tiempos guerra y política eran todavía la misma cosa.
Quien quiera una visión poética de este cuadro puede internarse en algunos clásicos y verá, acaso con el placer derivado de lo estético, la huida de los vencidos bajo la sombra del Eneas de Ovidio; el regreso de los vencedores según Homero y la dureza con que es tratada la astucia, terminada la guerra, en la persona de Ulises. El amenazante brazo de Jehová desaconseja la recopilación de ejemplos en la poética bíblica.
El Mundial de Fútbol, en cambio, puede ser saqueado sin riesgos mayores para remedar el ardor de tiempos idos: lo más vital está en la cancha, la parte inflamable, pero inútil para la confrontación, colma estadios, y la parte estúpida se aferra a una butaca ante la pantalla de un aparato y se contenta con ser espectador tecnomediático desde cualquier parte del mundo.
En el fondo del pasado debió de ser lo mismo.
Pero, entonces, los inútiles para el campo de batalla se quedaban en otras tareas, y como eran expediciones de largo aliento, debería correr por su cuenta el empreñar a las mujeres y recoger entre vencedores los relatos necesarios para el canto de las glorias.
De esta ecuación sencilla debe de haber salido la mala o acaso manejable calidad de la especie humana de estos tiempos.
Si estas suposiciones son apropiadas, la humanidad de hoy no es la mejor en términos genéticos. Pero tampoco el fútbol es la guerra, ni son inútiles todos los apostados con tickets en un estadio para ver sin mediación y sin edición el curso y resultado del partido, aunque lo parezcan; ni son estúpidos todos los que sudan, mastican algún objeto, comen un bocado muy condimentado o beben algo espirituoso mientras ven la confrontación de los oncenos con la mediación de un aparato, aunque puedan serlo. Entre todos, sin embargo, hay algo común: el fútbol los desquicia.
Por algún lado he leído: fútbol es pasión. Es posible. ¿Pero desde cuándo los apasionados de la confrontación —en el campo de batalla o en la menos sangrienta contenida en el deporte— han hecho algo por vivir y legar un mundo mejor? Como diría Vallejo, yo no sé.
Algo debe de haber en la cancha y el puntapié para aborregar y traer a tantos puestos de cabeza. Inclusive entre nosotros, hasta ahora sin tradición en este deporte, se les puede ver formando multitud con el mundo, patas arriba, y en lo alto —coronando zapatillas— un balón carente de neuronas.
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