Como si fuera una puesta en escena bien orquestada, todos los actores sociales y políticos del país nos pusieron en tensión hacia el discurso del presidente el pasado 27 de febrero.
Se le sugirieron, recomendaron y hasta le pretendieron imponer, tantos temas y argumentos, que si caso hubiese hecho, todavía estaría hablando.
Todos sabían que el discurso no iba a cambiar de parecer a nadie, por más que hablara o se acogiera a sus argumentos, porque siempre podrían alegar que eso lo dijo de la boca para afuera.
¡Hasta le cuestionaron que duplicó el salario de los policías en lugar de triplicarlos.
Si lo hubiese triplicado se le indicaría que debió cuadruplicarlo.
Cualquiera con dos dedos de frente sabía que las palabras del presidente convencería a los que ya estaban convencidos, y no convencería a los que no estaban convencidos previamente, por más que hablara, intentara demostrar o prometiera.
Es parte de la democracia el hablar, cuestión que tomaba con pinzas Platón, y preferible que nos lancemos saliva y tinta unos a otros, que tiros y bombas.
Ya vamos aprendiendo a jugar este juego que es muestra de civilización.
El ágora de la democracia dominicana sigue siendo para un grupito selecto de políticos (gobiernistas y opositores), comunicadores, activistas sociales y fauna semejante.
A las mayorías en barrios y campos, no es que se les excluya, es que no les importa.
No se habla de sus temas, ni de los que les afecta, ni de lo que esperan.
Así de simple.