Jiddu Krishnamurti, el místico y maestro hindú de posición radical, pero de pensamiento profundo, nos advierte sobre lo altamente perniciosas que son las ideologías, sean estas políticas o religiosas.
Admirado en Occidente por la tersura, claridad y concisión de su estilo, en varias de sus obras postula que todas las ideologías llevan a la destrucción.
Todavía no acabamos de salir del asombro por el genocidio indiscriminado que desde el 1948 en adelante se ha venido perpetrando contra el pueblo de Palestina. Es una verdad que está a la vista de todos; circula de un extremo a otro del globo. El sol, no es verdad que se puede tapar con un dedo.
No todo judío, sin embargo, aprueba el baño de sangre a gran escala en la Franja de Gaza. Una lista de sobrevivientes del Holocausto condena firmemente la masacre. Noam Chomsky, el lingüista y filósofo estadounidense de origen judío, si bien no fue sobreviviente, es quizás la cabeza visible de ese rechazo. Por razones que desconocemos, semejante lista se maneja con el mayor hermetismo en nuestro hemisferio.
En nombre de Dios, en las Cruzadas se sacrificaron miles y miles de vidas. Tan solo el Santo Tribunal de la Inquisición cobró alrededor de un millón de cerebros críticos. Por lo que se ve, en nuestros tiempos le toca a la ideología del sionismo exigir sus muertos. A la inversa, por idénticos motivos, otros tantos parece le van a corresponder a la ideología yihadista.
En otras palabras, en nombre de las ideologías, se han cometido las mayores aberraciones por parte de monstruos y engendros de la historia. Los seis millones de judíos que perecieron en los campos de concentración nazis obviamente han dejado profundos traumas en el inconsciente de ese pueblo.
Por tanto, se asume que no debería reproducir semejante patrón criminal en otros pueblos, salvo que, como víctima, no haya interiorizado la imagen del verdugo. De ser así, revestiría una dimensión sicológica muy compleja cuyo estudio no es de nuestro dominio.
No hay otro móvil que nos lleve a repudiar el genocidio continuo en Palestina desde nuestros más adentros, sino por razones puramente humanistas. Somos un simple literato sin hacha que afilar en esa contienda. Es nuestro derecho; por lo que no nos interesa gran cosa conocer sus intríngulis, mas el alto costo humano que pagan los inocentes en esa confrontación, como también el costo pagado por la población civil que no ha mostrado ningún signo de beligerancia.
En una guerra en la que se tronche la vida a cerca de quinientos niños y cientos de adultos inocentes en nombre de una ideología que pone en peligro la paz regional, y por extensión, la del mundo, hemos estrepitosamente fracasado.
En el hipotético caso de que Israel tuviera toda la razón de su lado en el enfrentamiento, no le daría pie, empero, a diezmar sin miramientos la población que no está en guerra en Palestina. No hay razón humana, ni más allá de las estrellas, que pueda justificar y racionalizar parejo acto de barbarie en nombre del sionismo. Lo propio, evidentemente, es válido también para el yihadismo.
Solo cuando empecemos a pensar y sentir por nosotros mismos sin fantasmas de ninguna índole y logremos descubrir la verdad en nuestro interior –el “in interiore homine hábitat veritas” de san Agustín– muy lejos de los pesados juegos del poder de los hombres, podremos decir que amanecerá un nuevo día en el mundo.