Siempre he sospechado de los que proclaman algo novedoso: usualmente desconocen el pasado. Proclamar que la educación y la moral personal son las claves para una sociedad próspera, justa y feliz es tan viejo como las enseñanzas del sabio Confucio (551-479 a.n.e.) o el genial Platón (427-347 a.n.e.).
La educación, no la simple memorización de información, si no el pensar crítico y sistemático, que va labrando la sabiduría con el paso de las experiencias y los años, es la tarea que nos forja como seres humanos lúcidos frente a los fenómenos de la naturaleza y empáticos con nuestros semejantes, allende los prejuicios y egoísmos.
Educarnos que no se agota en la escolaridad, por el contrario, que a veces requiere cuestionar y liberarse de los dogmas inculcados en las aulas, es un agenda existencial que va diferenciando a quienes son virtuosos de quienes se sumergen en la mediocridad.
La vida personal, sometida gozosamente al cultivo de las virtudes nobles, que no demanda de la vigilancia, o el temor al castigo, y que se expresa en una conducta coherente tanto en la vida íntima como en el despliegue de nuestras acciones en el ágora, es la señal distintiva de quienes asumen una moral invulnerable a todo escrutinio.
Quienes son corruptos en lo particular lo serán en lo social, quienes cultivan la integridad lo harán en todo escenario. No son las leyes, si no la educación y la moral personal los elementos que nos impulsarán a la perfección como cuerpo social.