En los últimos años las y los dominicanos hemos venido tomando conciencia sobre la importancia de la educación para el desarrollo de los pueblos. La mejor prueba de ello fueron las grandes luchas que incorporaron a diversos sectores sociales para que en el Presupuesto Nacional se destinara a la educación el equivalente al 4% del Producto Interno Bruto (PIB).
Desde que el actual gobierno anunció que cumpliría con la promesa de aplicar el 4% para la educación, una alegría colectiva ha acompañado el sentimiento de que el pueblo que lucha sale victorioso, demostrándose que la unión hace la fuerza.
Con esa conquista presupuestaria de la sociedad, el gobierno se ha dedicado a construir escuelas. Y son tantas las aulas que, en su discurso de rendición de cuentas, el presidente ha hablado de una revolución educativa, que estaría por demostrarse en el mediano plazo, a partir de los resultados, ya que, desafortunadamente, nuestro país está colocado entre los últimos lugares de los rankings mundiales sobre desempeño y rendimiento de la educación.
Particularmente, yo no estoy convencida de que solo con la construcción de escuelas se pueda producir esa llamada revolución. Me da la impresión de que quedan aún muchos cabos sueltos para que podamos exhibir un sistema educativo de calidad. Y estoy consciente de que ni siquiera basta con la acción del gobierno.
La educación de las personas comienza en el hogar, ya que es la familia la principal responsable de compartir los valores y las herramientas adecuadas para el ejercicio de una ciudadanía sana. Las escuelas deben tener como objetivo fortalecer y ampliar lo que el hogar aporta, además de los conocimientos y habilidades para la producción de riquezas, la vida en sociedad y el bienestar de la colectividad.
Cuando falla el hogar en esa misión de afirmar los valores, todos esperamos que la escuela llene ese vacío. Pero los hechos que percibo en mi entorno lo desmienten o lo ponen en dudas, aunque no es válido generalizar a partir de mi sola experiencia.
Me refiero al hecho de que un colegio ubicado en mi vecindario organiza todos los viernes un “día de colores”, realizando concursos y estimulando las inclinaciones artísticas de los (as) niños (as) a través de la colocación de canciones que me resultan realmente contraproducentes, por el contenido de sus letras, si lo que se busca es la formación en valores.
Se ha hecho práctica común en este colegio la colocación de temas musicales, a alto volumen, que incitan a tener sexo, a practicar la promiscuidad, al consumo de drogas y alcohol y hasta a la delincuencia, entre otros anti valores que estoy más que segura que nada aportan a esos niños y niñas cuyas edades están entre tres y doce años.
Algunos de esos viernes me sorprende el coro de niños(as) cantando “Como yo le doy”, de Don Miguelo; “Llegán lo Montro Men”, de Mozart La Para; “Eres Mía”, de Romeo Santos; “Hoy se va a Beber” de Vakeró; “ A Ta Ti Te Doy” de Los Teke Teke; “Me pide lo que quiera” de Black Point; entre otras temas y autores.
Esta situación me ha llevado a preguntarme si debo mantenerme indiferente frente a ese caso, o si visito o le escribo al director de ese centro educativo, para sugerirle que cambie el contenido de las canciones que comparten con los(as) niños(as). Pero he optado por hacerlo público a través de El Día, porque quizás eso esté ocurriendo en muchos centros de enseñanza, y tal vez sea una oportunidad para que la labor educativa, a propósito de la revolución que anuncia el presidente, incluya algún método de supervisión de los contenidos que se comparten. Y si ya existe esta supervisión, entonces es necesario que revisen a los supervisores, pues no están cumpliendo su misión.
El filósofo y matemático griego Pitágoras de Samos afirmaba: «Educad a los niños y no será necesario castigar a los hombres«. Todavía estamos a tiempo.
isauris_almanzar@hotmail.com