La actividad educativa demanda tiempo, calma y raciocinio. Contra maestros y escuelas siempre han militado los dogmáticos, los codiciosos, los ambiciosos de poder y los fundamentalistas. El libre pensamiento, la disidencia y la tolerancia siempre han sido perseguidos por quienes se consideran dueños de la verdad y supuestamente predestinados a dirigir la sociedad, desde la conducta pública hasta las prácticas privadas.
Sócrates, por poner un ejemplo previo al cristianismo, pagó con su vida la intolerancia de su sociedad al libre debate de las ideas, valiéndose únicamente de la razón. Acusado de corromper a los jóvenes y blasfemar contra los dioses (¿les recuerda algo reciente?) fue obligado a escoger entre el exilio o el suicidio. Hoy lo veneramos como el fundador del examen de las ideas y el cultivador del análisis racional. Un auténtico partero de la verdad.
Hipatia, en el siglo V de nuestra era, pagó con su vida el hecho de ser mujer, no ser cristiana y pensar racionalmente. Fue descuartizada por una horda furiosa de cristianos que no creían que el amor era el mensaje del crucificado.
Saltando muchos siglos, hasta el relativamente reciente siglo XVI, descubrimos a hombres como Galileo, Kepler o Copérnico que fueron perseguidos y prohibidos sus escritos porque lo que estudiaban mediante telescopios y análisis geométricos no coincidían con la lectura fundamentalista del texto bíblico. Todavía en algunos distritos escolares de Estados Unidos hay movimientos rabiosamente sectarios que buscan excluir de los programas escolares toda referencia a la evolución de la vida en nuestro planeta.
Resulta increíble de que muchos de los que hoy reclaman prohibir de las escuelas la enseñanza de la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, dos siglos atrás, por su origen racial (negros y mulatos), no hubiesen sido reconocidos como humanos por muchos miembros de las denominaciones religiosas que hoy representan. La ignorancia en el estudio de la historia o su tergiversación para fines perversos (como la influencia trujillista en la nuestra) genera esas aberraciones de discursos.
En las últimas semanas asistimos a un griterio emocional -confuso y visceral- sobre un tema que atañe directamente a nuestra sexualidad. Y como todos los asuntos semejantes, usualmente el cerebro se apaga y las glándulas hormonales se encienden, convirtiendo en un gigantesco alboroto lo que debería ser un diálogo sereno y racional. No es la vez primera, ni será la última, en que ocurra. El debate patina en un océano de testosterona, en gran medida por el profundo machismo de nuestra sociedad, que no tolera el menor cuestionamiento al modelo de macho-varón-dominante y hembra-mujer-sumisa heredada de siglos de autoritarismo.
Si la cuestión fuera exclusivamente de saliva y tinta, ni caso le haría, pero su esencia es la sangre. Sangre derramada por miles de mujeres golpeadas y asesinadas por sus padres, hermanos, maridos, amantes, violadores y cualquier macho que se considere con ganas de dominarla. Sangre de las muchas niñas violadas en su casa, en la escuela y el barrio. Niñas embarazadas por quienes deberían cuidarlas y que terminan sumidas en la miseria con un bebé entre sus brazos, sin poder trabajar y expulsadas regularmente de la educación. Mujeres que trabajan con salarios inferiores a los de sus pares masculinos y que se deben encargar de la manutención de sus hogares y la crianza de los hijos porque su compañero vilmente la abandonó a su suerte.
Y volvemos al inicio, la justicia tiene dos caminos para abrirse paso, o con la educación, o con la violencia. Y las mujeres -¡demostrando gran inteligencia!- han tomado el primer camino. Ojalá que los que gritan aterrorizados porque su modelo mental de macho controlador es cuestionado entiendan que es mejor para ellos que los cambios ocurran por la educación y no por brotes violentos que les arranquen lo que biológicamente los define como varones.