Duarte y el país de sus sueños

Duarte y el país de sus sueños

Duarte y el país de sus sueños

Roberto Marcallé Abreu

MANAGUA, Nicaragua. En algunos momentos se siente la distancia. He vivido muchas veces lejos de la Patria, pero no puedo negar esa aprehensión en el espíritu cuando escucho las palabras del Presidente y su elocuente registro de los avances que se han logrado en República Dominicana en estos meses recién transcurridos.

Sentimos en el alma la sensación agridulce de lo mucho que se pudo haber logrado si las administraciones previas del Estado se hubieran conducido con apego a la rectitud y la decencia.

Los pensamientos, que fluyen lentos al principio, terminan por transformarse en una avalancha. Cierro los ojos y veo un pasado donde miles de dominicanos se vieron forzados por las circunstancias a abandonar el lar que los vio nacer.

Frente al busto de Juan Pablo Duarte que nos recibe en la misión diplomática del país en Nicaragua, el personal ha sembrado arbustos desbordados de rosas y flores. Uno observa la expresión de mujeres y hombres y descubre tantas actitudes: la meditativa observación, una profunda nostalgia, y una honda tristeza.

Pocos desconocen la historia de este personaje ejemplar. El amor por su tierra. La angustia que le provocaba la persistente amenaza foránea. Su acrisolada honestidad personal. Su espíritu de sacrificio. La búsqueda sin descanso de un mejor destino común.

Uno se pregunta cómo inculcar en las nuevas generaciones esa postura ante la vida. Ese don de la rectitud, de la decencia, del correcto proceder, aunque nos cueste sangre, sudor y hasta una dolorosa agonía como fue su caso.

Años atrás, cuando laboraba en “El Nacional” como redactor de planta, con frecuencia me trasladaba al interior a realizar trabajos para el periódico. Con similar frecuencia debía internarme en los barrios más abandonados de la ciudad.

Quizás la extrema sensibilidad que a veces nos ensombrece el alma se originó en esos episodios de abandono y desatención que observamos en aquellos lugares.

Todavía escuchamos en periódicos y programas noticiosos de la radio y la televisión el eco de personas hambrientas, abandonadas, ancianos desprotegidos, niños sin padres que deambulan por esas calles de Dios sin destino ni futuro, personas que enfrentan una muerte dolorosa e irremediable.

La sociedad dominicana tiene contraída una deuda social mayúscula con hombres y mujeres a los que el destino y la mala suerte dejaron al borde de los caminos. Y a Dios las gracias que, por primera vez en tantos años, un grupo de personas sensibles encabezados por el presidente Abinader han asumido la descomunal tarea de mirar a los ojos, y sin dobleces a las víctimas. Y les han dicho con palabras francas que el momento de la justicia ha llegado o está muy cerca.

Por eso, cuando recorro otros mundos, no dejo de fijarme en cada dominicano con el que tropiezo en el camino. Muchos escogen destinos lejos de la Patria. Otros, retornan. Y unos últimos no volverán.

Gracias a Dios que de manera firme se crean las condiciones para que el dominicano pueda vivir en un espacio en el que existan incentivos para progresar y vivir en paz. Concretar este estado de cosas aún tardará su tiempo. Ciertamente ya se dan los primeros pasos.

Por eso este 27 de febrero, frente al busto del patricio, sentí una cierta satisfacción y una cierta alegría.