El próximo 26 de enero se cumplen 201 años de su nacimiento, y hoy me atrevo a afirmar que la mayoría de los dominicanos desconoce al verdadero Juan Pablo Duarte.
Aquel joven vigoroso, combativo y de ideas revolucionarias es prácticamente desconocido por los jóvenes y viejos de hoy día.
Si no me cree, haga usted el ejercicio.
Cierre los ojos y piense en Duarte. ¿Qué imagen le llega a la mente?, ¿la de un joven dispuesto a luchar hasta la muerte o la de un hombre abatido, triste y gris?
Esa imagen distorsionada es el producto de un trabajo deliberado y sutil que durante años han realizado historiadores, políticos e intelectuales del sistema que saben que Duarte es una amenaza para el modelo de sociedad que ellos han construido.
La mitificación de los grandes héroes y los luchadores de todos los tiempos es una manera sabia de alejarlos del común de la gente, de hacerlos inimitables.
Es lo que hicieron el imperio romano y la parte conservadora de la Iglesia con Jesucristo, que lo elevaron tanto y tanto que ni el papa, y mucho menos un humilde parroquiano, es capaz de imitarlo y luchar por sus ideales hasta las últimas consecuencias.
La imagen que nos han vendido de él es la de un debilucho, tan delicado que sería incapaz de pronunciar un “¡Coño, ya está bueno de corruptos!” o “Qué tanto es que jode el Santana ese?”. El Duarte que nos han vendido no coge pique, no tiene erecciones, no suda ni se enamora. Parece un ser nacido solo para sufrir.
Pero no. Duarte no era un santo, era un guerrero, aquel que se indigna al ver su pueblo bajo el yugo extranjero, que conspira, que se juega la vida, que denuncia a los malos dominicanos.
Un joven fogoso que aprende esgrima, monta a caballo, recorre el país, se infiltra en el ejército haitiano, organiza en la clandestinidad a un grupo de conspiradores llamados Trinitarios.
Duarte fue un hombre consecuente hasta el final de sus días y gracias a ese coraje y a esa tenacidad es que hoy podemos decir que somos dominicanos. Y eso es obra de un combatiente, no de un “santico”.