El magnate norteamericano Donald Trump dio un ejemplo fehaciente del descrédito generado por los políticos en la fe de la gente, derrotando a sus oponentes, al populismo creciente y, sobre todo, despertando la identidad de un pueblo matizado por las luchas raciales y el odio de sus opositores.
Donald Trump no solo venció a Hillary Clinton y a su esposo, sino a los encuestadores interesados y se impuso sobre la voluntad y el deseo de los más importantes medios de comunicación de los Estados Unidos que se convirtieron en verdaderos activistas promoviendo solamente todo lo negativo en él.
Parece que su campaña, basada en sus reales intenciones y no en demagogias, penetró en el corazón de los que residen en los estados más importantes de la Unión, para alcanzar el número de votos electorales que le dieron el triunfo en los comicios del pasado 8 de noviembre en curso, lo que, a mi modo de ver las cosas, despertó el interés de los norteamericanos conservadores y el valor de su identidad como pueblo.
Si esto llegara a pasar en países como el nuestro, el dominicanismo podría resurgir derrotando el populismo y la demagogia para retomar los sanos valores de honradez, democracia plena, igualdad y equidad en la distribución de las riquezas, por lo que se entregaron a la lucha los forjadores de nuestra nacionalidad.
Aunque muchas figuras siempre están de por medio y los políticos se matan por sus intereses, los dominicanos no perdemos la esperanza de volver a tener una expresión de pueblo, donde la gente vuelva a pensar en sus valores y no en las vanidades ni en las migajas que reciben para mantener su voto cautivo.
Estamos seguros de que ese día llegará y, sin importar las protestas, como ocurre ahora en Estados Unidos, los verdaderos valores se impondrán para que prime la fe, el amor y la justicia, que al parecer se han perdido hoy en día en nuestros países.
A Donald Trump le deseamos el mejor de los ejercicios, que su gobierno se separe un poco de su discurso de campaña y que pueda devolver a los norteamericanos el respeto por sus valores, su identidad y, sobre todo, su capacidad de convivencia como sociedad de inmigrantes, sin distingo de raza ni de credo.