El deseo es el motor de la vida. Cuando se es inconsciente de su arraigo, somos poderosos. Logrado el confort, solemos perderlo con mucha facilidad. Reencontrarse con él, conlleva dolorosa introspección. No hay mejor forma de retratar la búsqueda del deseo que en el cine. De eso trata “Dolor Y Gloria”, el más reciente filme de Pedro Almodóvar, quien mantiene su paleta de colores vivaces, melodrama intenso al estilo Douglas Sirk, y su distintiva pasión heterogénea por la música. Todo contenido. Maduro. Exquisito.
Logrando la mejor actuación de su carrera, Antonio Banderas personifica a Pedro Almodóvar desde la autoficción con un nombre distinto-Salvador Mallo-, y a partir de ahí, se alimenta de las «vivencias» del director manchego. Al igual que Almodóvar, Salvador ha logrado riqueza gracias al cine. Una salud quebradiza desde los 30 y una cuasi infinita tristeza (la cual ha determinado abrazar) lo han convertido en un hombre solo.
El relato recorre dos vías: Salvador lidiando con el pozo existencial de su madurez, anquilosado en padecimientos físicos, y los estupendamente entrelazados flashbacks hacia su infancia: la determinante relación con mamá y el despertar sexual.
Llena de evocaciones metacinematográficas de buen gusto, entrañables reencuentros con la memoria a través de un cuadro «misterioso», el shot adrenalítico de viejos amores, la sarcástica y divertidísima descripción del mapa anatómico del protagonista, invitan a ver al mejor Pedro Almodóvar que se había extraviado en ejercicios de estilo que no le sentaron. El maestro se autorreferencia y desnuda su alma. Almodóvar ha vuelto.