Una noche de 1917, un granjero, preocupado por su libido, visitó al doctor de un pequeño pueblo de Kansas, EE.UU.
Por mucho tiempo, no había tenido una erección, le confió: «Es como una llanta pinchada».
«He ido a muchos médicos y gastado un montón de dinero, y ninguno de ellos me ha hecho ningún bien».
«He tenido muchos casos como el suyo», le respondió el doctor. «He usado sueros, medicinas y electricidad para hombres sexualmente débiles. No creo que haya beneficiado a ningún paciente con ninguno de ellos».
«La ciencia médica no sabe nada que pueda realmente ayudar en una condición como la suya», sentenció.
Mirando por la ventana, vio unas cabras e hizo un comentario al aire: «No tendrías ese problema si fueras un macho cabrío».
«¿Si tuviera los testículos de un macho cabrío? ¡Póngamelos!», exclamó el granjero.
«Podría matarte», le advirtió el médico.
«Pero vale la pena el riesgo», fue la respuesta del granjero.
Esta es una versión de la conversación.
Hay otras, con más detalles, varios difíciles de confirmar pues esta es una historia con pinceladas de leyenda.
Pero por increíble que te pueda parecer, es real.
Y se recuenta no sólo porque es peculiar sino también porque ilustra cuán ávida de panaceas puede llegar a estar la gente, y cuán difícil es controlar a los curanderos.
El protagonista
John R. Brinkley, el doctor, no llevaba mucho más de dos semanas atendiendo pacientes en la farmacia donde el granjero lo consultó.
Había llegado tras ver un anuncio que decía: «Milford, Kansas, población de 2.000. Necesitamos un médico».
Cuando fue a explorar la posibilidad, descubrió un error tipográfico: la población en realidad era de 200 habitantes.
Era un pueblo poco atractivo, en el que no había ni carreteras pavimentadas, pues ni siquiera había tráfico, ni sistemas de agua, alcantarillado o electricidad.
Pero Brinkley tenía apenas US$23 y muchas deudas.
Tenía además una esposa, Minnie Telitha, quien estalló en llanto cuando él le dijo que se mudarían a Milford.
Lo que no tenía era mucha experiencia en el campo de la salud, y la que tenía era episódica y no muy ortodoxa.
Se reducía a un espectáculo médico que montó con su primera esposa cuando tenía 22 años, en el que vendían pociones en medio de cantos y bailes.
Aparte de eso, comenzó un negocio en 1913 con un socio en Greenville, Carolina del Sur, en el que trataban a hombres con problemas de vigor masculino.
Duró dos meses y terminaron encarcelados por practicar medicina sin licencia y pagar con cheques falsos.
Y, un par de años después, trabajó brevemente como uno de los médicos de una empacadora de carne, y quedó deslumbrado por las vigorosas actividades de apareamiento de las cabras destinadas al matadero.
Sin embargo, desde joven, Brinkley quiso ser doctor, y cada vez que podía se matriculaba en universidades intentando completar la carrera.
Así que, para cuando llegó a Milford, tenía un diploma de Medicina que, a pesar de su dudosa procedencia, le permitía ejercer en 8 estados.
Pronto, se ganó una buena reputación por su atención a los afectados por la virulenta y mortal pandemia de gripe de 1917-1918.
Pero, con esa visita del granjero, su práctica empezó a virar en una dirección cada vez más sorprendente.
Volvamos a esa noche y a esa peculiar conversación.
Secreto a voces
La mención de los testículos de las cabras le había dado al granjero impotente una esperanza.
En esa época la idea del xenotransplante -tomar órganos o pedazos de otros animales y ponerlos en humanos con fines terapéuticos- no era nueva y generaba considerable interés entre los médicos de la corriente dominante.
Pero concebir algo así tan a la ligera era absurdo.
No obstante, un rato después los dos hombres ya tenían un plan detallado.
Acordaron que la operación se haría en secreto.
El granjero traería la cabra en la noche, al amparo de la oscuridad, y regresaría a casa antes del amanecer.
Su esposa llamaría al médico la mañana siguiente a decirle que su marido tenía gripe, lo que le daría al doctor una excusa legítima para estar pendiente de la convalecencia de la singular intervención quirúrgica.
Según una biografía de Brinkley -que se cree él mismo comisionó-, dos semanas después el granjero visitó de nuevo al doctor, pero esta vez para entregarle un cheque por US$150.
Estaba tan contento con el resultado, dijo, que «si pudiera le habría pagado 10 veces más», escribió el autor de «La vida de un hombre», Clement Wood, en 1937.
A pesar de todas las precauciones, el chisme se regó y, nuevamente bajo un estricto secreto, otro hombre acudió a pedirle a Brinkley el mismo procedimiento.
Su nombre era William Stittsworth y quedó tan contento con los resultados que un mes después llevó a su esposa para que le trasplantaran un ovario de cabra.
Poco después, la señora Stittsworth quedó embarazada y tuvo un bebé, al que llamaron Billy, pues en inglés, al macho de la cabra se le llama billy goat.
Como te advertimos, este relato tiene matices de leyenda.
A veces es difícil separar la paja del trigo, en este caso no lo es: aun si hubiera sido posible que Brinkley reemplazara sus órganos por los de cabras, no habrían podido procrear con ellos.
Eso se sabía ya en ese entonces, pero fue parte de la historia que circuló de boca en boca, y pronto en los medios y en libros, a pesar de que tocaba un tema tabú.
La disfunción sexual atormentaba a quienes la padecían, y Brinkley ofrecía una fuente de la juventud.
Muchos más acudieron en pos de ella y, con aparentemente resultados positivos generalizados, él fue acumulando una fortuna.
Su negocio creció aún más con el respaldo de personajes prominentes, como JJ Tobias, rector de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chicago.
“Estaba agotado. Era un hombre viejo», escribió.
«Fui a Milford y me sometí a la operación del Dr. Brinkley. 4 días después, los dolores de cabeza desaparecieron. 7 días después salí del hospital sintiéndome 25 años más joven. Y parece que cada día me rejuvenezco más”.
Como ves, la cura no se limitaba a lidiar con la impotencia, sino que mejoraba más de una veintena de estragos de la vejez, que iban desde la demencia hasta la flatulencia.
«En pocas palabras, cura a los llamados incurables, y haciendo algo que nunca se había hecho antes, hasta donde sabemos, en la historia de la Tierra«, aseveró Sydney B. Flower, autor de «El trasplante de glándula de cabra, tal como lo originó y realizó con éxito JR Brinkley…» (1921).
Muchas palabras, pocos datos
Se dijo mucho de lo que el tratamiento lograba, pero poco de cómo (o qué) hacía.
Según Flower, el método de Brinkley para trasplantar las glándulas «consiste en hacer dos incisiones en el escroto del hombre bajo anestesia local simple, una operación prácticamente indolora».
Pero, subraya, «a partir de este punto la técnica varía según las condiciones que presente el caso. No hay dos casos exactamente iguales».
«El doctor Brinkley explica que esa es la razón por la que, a pesar de tener la mejor voluntad del mundo para enseñar a sus colegas médicos qué hacer y cómo hacerlo, no puede, sin embargo, indicar por escrito exactamente qué tratamiento utilizar para cubrir todos los casos.
«No se puede enseñar por correspondencia y, por simple que suene al oírlo, no se puede aprender asistiendo a unas pocas clínicas».
A pesar de la vaguedad, artículos sobre sus trasplantes de glándulas de cabra se multiplicaron.
En 1922, Brinkley publicó un libro en el que afirmó:
“Hoy puedo anunciarle al mundo, sin andarme con rodeos, que se ha encontrado el método correcto, que estoy trasplantando diariamente glándulas animales en cuerpos humanos, y que estas glándulas trasplantadas continúan funcionando como tejido vivo en el cuerpo humano, revitalizando… la glándula humana”.
Intrigado, Harry Chandler, el poderoso propietario del diario Los Angeles Times y de la primera emisora de radio de esa ciudad, KHJ, invitó a Brinkley a California y le consiguió un permiso temporal para operar en ese estado.
Convencido de la virtud de sus intervenciones quirúrgicas, lo alabó en la prensa, trayéndole al doctor de Kansas un torrente de pacientes, lo que le permitió construir su propio hospital en Milford.
Pero Chandler le dio a Brinkley algo más: inspiración.
En Los Ángeles comprendió el poder de la comunicación masiva, así que al volver a Milford fundó su propia estación de radio, KFKB, que rápidamente se convirtió en la más popular de EE.UU.
El farmaceuta radial
KFKB transmitía música country y de orquestas, comedia y poesía, informes meteorológicos y predicación del evangelio.
Además, dos programas médicos al día presentados por Brinkley, que tendían a girar en torno a la sexualidad y promocionaban sus tratamientos y clínica.
Pronto, tras ganarse la confianza de la audiencia, empezó a preparar sus propios remedios, que recetaba al aire.
Los oyentes podían comprarlos en una red de farmacias con las que había establecido acuerdos para repartirse las abundantes ganancias.
Para el disgusto de los médicos regulares, las salas de espera empezaron a vaciarse.
Más que eso, el que alentara a los oyentes a autodiagnosticarse y autotratarse generó preocupación sobre el peligro que Brinkley representaba para sus pacientes.
Para entonces se había incrementado el escrutinio en torno a los estándares laxos y las escuelas de medicina en EE.UU.
En ese mismo 1923, se publicaron en los diarios artículos sobre centros educativos como aquellos en los que Brinkley estudió, acusándolos de vender títulos.
California intentó arrestarlo por practicar medicina sin la formación médica requerida, pero el gobernador de Kansas se negó a extraditarlo, porque era su amigo y por los dividendos que traía al estado.
El Kansas City Star además publicó testimonios de pacientes insatisfechos.
Pero nada le hacía mucha mella al éxito de la celebridad que era el doctor Brinkley.
El único que lograría vencer a quien se había convertido en uno de los hombres más ricos de EE.UU. sería el gran cazador de charlatanes Morris Fishbein.
Fishbein, editor de la prestigiosa revista Journal of the American Medical Association, describió a Brinkley como «un charlatán de la peor calaña», que usaba su estación de radio para victimizar a la gente y enriquecerse.
Brinkley respondió en su estación de radio, prometiendo producir 10 pacientes felices por cada uno infeliz que los diarios o las asociaciones médicas encontraran.
En 1930, la Junta Médica de Kansas revocó su licencia por inmoralidad grave y conducta poco profesional y, por separado, la licencia de la estación de radio también fue revocada.
Pero la historia no termina aquí.
De político a México
A pesar de haber perdido su licencia médica y de transmisión, muchos en Kansas lo adoran y confiaban en él.
Algunos le sugirieron que se postulara para gobernador, y pocos días después de perder su licencia, siguió su consejo: anunció su candidatura como político independiente.
No ganó las elecciones, pero tampoco las perdió…
Como había entrado en la carrera tan tarde, su nombre no estaba impreso en las papeletas, de manera que quienes querían votar por él tenían que escribirlo a mano.
El Fiscal General de Kansas anunció de antemano que para que un voto por Brinkley contara, su nombre tenía que escribirse exactamente así: J. R. Brinkley.
Brinkley obtuvo la mayor cantidad de votos, pero se calcula que unos 50.000 fueron descalificados por no tener la ortografía exacta.
Entre tanto, se abrió otra posibilidad.
Brinkley recibió una carta invitándolo a construir una estación de radio al otro lado del río Bravo.
México estaba molesto por las reglas de transmisión negociadas por EE.UU. y Canadá a fines de la década de 1920, por las que perdió la mayor parte de su valioso espectro radiofónico.
Brinkley era una oportunidad de fastidiar a sus codiciosos vecinos.
La física garantizaba que la radio AM no tuviera fronteras.
Y, con una licencia para emitir 500.000 vatios, diez veces más potente que la estación más potente autorizada en EE.UU., y construida para emitir el doble de potencia, la emisora de Brinkley era la más poderosa del mundo.
Transmitía desde Vía Acuña, Coahuila, la programación que a la audiencia le gustaba escuchar y algunas cosas que las cadenas de radio nacionales no le podían dar: salud, sexo, música y religión.
Así, Brinkley, se convirtió en uno de los pioneros del border blaster (estaciones radiofónicas que sin licencia transmiten a otro país) que hasta la década de 1970 solían irritar a las estaciones de radio estadounidenses.
Parecía que, a pesar de todos los intentos, nada podía frenarlo: tenía fama, una inmensa fortuna, la posibilidad de ejercer medicina en unos pocos estados y, gracias a México, una voz incallable.
Pero, al final, su arrogancia fue su perdición.
Consecuencias desastrosas
En 1938, Fishbein publicó un artículo denunciando a Brinkley como un ejemplo de «charlatanería en su apoteosis».
Afirmó que su «descaro consumado» superaba al de «cualquier otro charlatán» al sacar «el dinero de los bolsillos de los estadounidenses crédulos».
Brinkley demandó a Fishbein por difamación, sin calcular que esa sería una corte muy distinta a la de la opinión pública, en la que estaba acostumbrado a triunfar.
En el juicio, expacientes descontentos de Brinkley subieron al estrado y expresaron sus quejas sobre daños físicos y financieros.
También se presentó evidencia de que 42 hombres habían muerto en su mesa de operación.
El abogado de Fishbein obligó a Brinkley a admitir que sabía que la operación de glándula de cabra «no rejuvenecía ni podía rejuvenecer a un hombre por sí sola y que sus anuncios que afirmaban esta capacidad eran falsos».
«El Dr. Brinkley -declaró el abogado de Fishbein- es el cirujano que más dinero genera en el mundo porque tuvo el suficiente sentido común para conocer las debilidades de la naturaleza humana y el suficiente descaro para ganar un millón de dólares al año con ello”.
El veredicto favoreció a Fishbein, Brinkley apeló pero el tribunal de apelaciones concluyó:
«El demandante, con sus métodos, violó los estándares aceptables de la ética médica; el demandante debe ser considerado un charlatán y un curandero en el sentido común y bien entendido de esas palabras”.
Esa calificación legal dio lugar a demandas millonarias por daños y perjuicios.
Su estación de radio mexicana fue confiscada por el gobierno.
En 1941, Brinkley se declaró en quiebra.
En medio de más acusaciones y demandas, su salud se deterioró.
Murió el 26 de mayo de 1942, a los 56 años.
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