A veces la vorágine diaria dicta el alcance de lo que asimilamos, la presencia de una figura política sobre un podio condiciona el alcance del mensaje a la liviandad del discurso tradicional, así el pueblo asume que no hay trascendencia en el mensaje, no hay pautas institucionales, o si las hay, no se corresponden con la práctica.
En contraposición, como nación es grato escuchar a un líder reafirmar los aspectos que pueden cambiar la cultura del ejercicio político y la mentalidad de piñata con la que muchos se involucran en el sagrado ejercicio de servir a sus conciudadanos.
Aspectos como el ser implacable con el dispendio, o actuar frente a la ligereza en manejos de fondos públicos y contra quien no entienda eso como nueva norma, trazan una raya de Pizarro que solo descerebrados cruzarían.
Tener la valentía de poner el ejercicio de la acción pública en manos de quienes no tienen compromiso político con el partido de gobierno, y con ello someter a los funcionarios al escrutinio de terceros, solo se realiza bajo la convicción de que se gobierna con un equipo comprometido con la decencia.
¿Se atreverían otros a hacer algo así?
Pero quizás el más revelador aspecto de un discurso es aquel donde se hace un compromiso de no reeditar viejas prácticas de mesianismo, el absurdo de percibirse como irremplazable, por el contrario propugnar por la fortaleza de los liderazgos individuales y dejar bien claro el concepto de manejo colegiado y no de caudillismo tercermundista.
Es precisamente esta última parte a nuestro juicio la más relevante, una señal de que transitamos una nueva era política, con vocación de institucionalidad, con deseos de justicia y compromiso con el desarrollo. Y a eso, todo el que quiera está invitado para que aporte, o de lo contrario se aparte.
Eso fue lo que transmitió el pasado domingo en su discurso Luis Abinader.