En los últimos días he visto con sorpresa cómo algunas personas, incluyendo abogados, han cuestionado la posibilidad de que el discurso de odio sea sancionado en la República Dominicana.
Digo con sorpresa porque los elementos que justifican esa sanción han estado presentes en nuestro ordenamiento jurídico por décadas.
Distinto a lo que ocurre en el sistema estadounidense —fuente real de muchos de los argumentos contra la sanción del discurso de odio— en nuestro país la libertad de expresión no es absoluta.
El artículo 13.5 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos establece claramente que “Estará prohibida por la ley toda propaganda en favor de la guerra y toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituyan incitaciones a la violencia o cualquier otra acción ilegal similar contra cualquier persona o grupo de personas, por ningún motivo, inclusive los de raza, color, religión, idioma u origen nacional”.
De la misma forma, el artículo 20.2 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, el tratado internacional sobre derechos humanos de mayor alcance, establece que “Toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituya incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia estará prohibida por la ley”.
Ambos tratados tienen rango constitucional en nuestro país porque así lo dispone el artículo 74 constitucional respecto de los tratados internacionales de derechos humanos suscritos.
Por estos motivos, en la República Dominicana no son aplicables los argumentos que favorecen la libertad de expresión absoluta abanderada por la primera enmienda de la Constitución estadounidense.
Debe notarse que no es el odio lo que puede ser sancionado, ese es un sentimiento sin manifestación concreta. Lo que sí puede sancionarse es un hecho específico: la promoción o apología del odio, sobre todo cuando venga acompañada de la incitación a la violencia.
No debería ser necesario recordar los hechos que dieron lugar a estas disposiciones en el PIDCP y la CADH, ni tampoco su lamentable reiteración en los genocidios europeo y ruandés en tiempos históricamente recientes.
Es cierto que la configuración legislativa de la sanción al discurso del odio debe ser lo suficientemente precisa como para sólo sancionar aquello que realmente lo constituya. En otras palabras, debe evitar confundir las opiniones odiosas con el discurso de odio.