Hay personas que caen pesadas. Esas consideradas bruscas, directas, de pocas palabras y sobre todo sinceras, extremadamente sinceras.
No suelen gustar, las vemos antipáticas y en ocasiones prepotentes. Pero sinceramente prefiero a alguien así que a aquellas personas encantadoras, de dulces palabras, halagos fáciles y maravillosas intenciones que, al final, esconden una personalidad interesada o manipuladora.
A las primeras las ves venir, sabes cómo tratarlas y muchas veces cuando traspasas esa primera coraza suelen transformarse y dulcificar su trato.
Con las segundas te sientes cómodo desde el primero momento, te relajas, confías y no dudas de su dulce carácter.
No siempre, pero muchas veces, son las que real y efectivamente logran engañarte y manipularte y cuando te das cuenta suele ser tarde.
Nunca me gusta generalizar.
Pero estos dos perfiles los veo muy a menudo y me llama la atención cómo se juzga al brusco y sincero y cómo se reconoce al que utiliza la máscara de la simpatía.
Confieso que a mí me gusta la gente que va de frente, que dice las cosas sin medias tintas, aunque en ocasiones me hayan enfadado u ofendido, pero con ellas reacciono y actúo.
Las que tienen doble intención no suelo verlas venir hasta que ya es tarde y eso me hace mucho más vulnerable.
Quizá es algo de nuestra naturaleza, tal y como decían los filósolos el arte de embaucar.
A mí eso me agota, bastante tengo con enfrentar mi vida para estar maquinando cómo utilizar o aprovecharme de los demás.
Siempre abogo por lo simple y directo, eso de dar vueltas para llegar a algo no va conmigo. Ahora, ser así no tiene que ir reñido con ser agradable y sociable.
Un balance entre ambas cosas es (siempre para mí) lo ideal.