Desde finales de los años 90, muchos son los cambios introducidos en las instituciones, las técnicas y procedimientos de gestión pública en nuestro país.
La reforma del Estado no se ha limitado a los aspectos administrativos, sino que ha tocado atributos institucionales importantes, como lo ocurrido al amparo de dos reformas constitucionales que abordaron dimensiones muy relevantes, como las de 1994 y la de 2010.
Leyes como la de administración pública, la de los municipios, la creación de órganos constitucionales como las altas cortes, reforma de lo electoral, introducción de sistemas de control y gestión financiera y administrativa se encuentran entre las diversas renovaciones.
En 2014 serán casi 20 años de reformas ininterrumpidas en aspectos fundamentales, institucionales y administrativos.
Sin embargo, la calidad de nuestra gestión pública, de la administración de justicia, de prestación de servicios básicos para la convivencia, a pesar de las reformas, renovaciones y modernizaciones, siguen siendo percibidas como deficientes por la mayoría de la población y por los estudiosos y críticos más perspicaces.
Tengo la hipótesis de que mucho de lo que se ha renovado no ha tenido el efecto deseado porque no hemos estado actuando sobre el marco de comprensión e interpretación de lo que es una convivencia digna, de derechos y garantías.
Nuestra noción de lo público ha estado afectada por la concepción patrimonial del Estado.
Desde la colonia, la relación entre la población y la administración de los intereses y bienes comunes ha sido de enajenación. Y la relación entre los detentadores del poder público, del poder político y la administración ha sido de apropiación particular.
Un ejemplo concentrado de esto fue la era de Trujillo, en la que los intereses del grupo articulado alrededor del tirano prevalecieron sobre toda la sociedad, que permanecía alienada del poder.
Eso es lo que hay que cambiar.
Necesitamos que los gobernados nos comportemos con lo público como un espacio de acuerdo y garantías, de obligaciones y responsabilidades compartidas que permiten que los intereses comunes sean protegidos para a su vez garantizar que un mínimo básico de lo que importa a cada uno sea protegido y provisto por la acción estatal; y que los que tenemos la responsabilidad de gestionar lo público dejemos de comportarnos como si esto fuera un patrimonio personal o de grupo y comencemos a referir nuestro accionar, nuestra comprensión y nuestro discurso a un referente colectivo, institucional con fuertes ataduras a una ética pública, a un deber ser compartido por toda la sociedad, validado y legitimado por todos y todas.
Esta es la cuestión por resolver.
La validación moral o ética y la social son imprescindibles si queremos que lo legal y lo institucional funcionen conforme a las prescripciones de nuestras leyes y códigos. Necesitamos un gran pacto nacional de todos los actores sociales, económicos y políticos. O una serie de acuerdos o pactos parciales que articulados conformen un gran convenio, una coalición de intereses para producir el cambio necesario.
Es un reto difícil.
En su búsqueda, la administración del presidente Danilo Medina está fraguando nuevas formas y referencias de lo que es el ejercicio del poder.
Nuevas formas y referencias de lo que es el servicio público. Hacia esos grandes propósitos nos encaminamos.
Y es mucho lo que falta por hacer.