«Puede que haya algo mal conmigo», le dijo una paciente a la psicóloga Deborah Luepnitz.
«Cuando no hay un hombre en mi vida, me siento vacía e indigna de ser amada, y casi no disfruto de nada. Cuando me acerco a un hombre, me siento asfixiada (…)».
A Luepnitz, quien relata esta experiencia en «Los erizos de Schpenhauer: la intimidad y sus dilemas», se le ocurrió contarle la parábola que inspiró el nombre de su libro.
Y esa paciente -como otros más que acudieron a ella con problemas similares- la halló «reconfortante».
Lo cual es curioso, pues el autor del que se conoce como el dilema del erizo más que reconfortante era un poco espinoso.
Arthur Schopenhauer es a menudo descrito como «el filósofo del pesimismo».
Como pensador joven y radical en Alemania a principios del siglo XIX, despotricó contra las ideas dominantes, desestimando al eminente filósofo Georg Hegel como un charlatán pomposo y reaccionando contra su idealismo absoluto.
La idea central de Schopenhauer era que todo en el mundo estaba impulsado por la voluntad o, en términos generales, el deseo incesante de vivir.
Pero eso no era para él algo positivo: no se refería a la voluntad como algo sobre lo que tenemos control sino más bien como algo de lo que somos esclavos, pues es una demanda infinita que nunca se satisface.
Eso, argumentaba, nos dejaba oscilando inútilmente entre el sufrimiento y el aburrimiento.
La única escapatoria a la tiranía de la voluntad se encontraba en el arte, y particularmente en la música.
El dilema
El dilema del erizo apareció en la colección de ensayos filosóficos breves de 1851, «Parerga y Paralipómena», del griego apéndices y omisiones.
Fue su última obra y la primera que le trajo el reconocimiento filosófico que había esperado por mucho tiempo.
Como señaló satisfecho, fue «incomparablemente más popular que todo lo anterior».
Sus otros libros habían tenido tan poca repercusión que nada auguraba un futuro en el que no sólo impactaría la filosofía occidental, sino que influiría en obras de artistas y escritores, desde Richard Wagner hasta Marcel Proust, y de Albert Camus a Sigmund Freud.
La parábola dice así:
«Un día helado de invierno, varios erizos se apiñaron muy juntos para, gracias al calor mutuo, evitar congelarse. Pronto sintieron el dolor que les causaban las púas de los otros, lo que los hizo separarse nuevamente.
«Pero la necesidad de calor los volvió a unir, y se repitió el retroceso de las púas, de modo que quedaron atrapados entre dos males, hasta que descubrieron la distancia adecuada desde la cual podían tolerarse mejor el uno al otro«.
Parece un cuento para niños, pero encapsula la compleja naturaleza de las relaciones humanas, y, afín con Schopenhauer, no tiene un final muy feliz.
Habla de que la vulnerabilidad es necesaria para que las relaciones sean más trascendentes y satisfactorias, pero aumenta el riesgo de un dolor más profundo.
Y de como vivimos atrapados entre dos males: el aislamiento y el peligro de herirnos mutuamente.
«La necesidad de sociedad que surge del vacío y la monotonía de la vida de los hombres los une; pero sus numerosas cualidades desagradables y repulsivas y sus insufribles inconvenientes los separan una vez más«, continúa Schopenhauer.
«La distancia media que finalmente descubren y que les permite soportar estar juntos es la cortesía y los buenos modales.
«En virtud de ello, es cierto que la necesidad de calor mutuo sólo será satisfecha imperfectamente, pero, por otra parte, no se sentirá el pinchazo de las púas«.
Estaríamos condenados entonces a nunca poder satisfacer plenamente el deseo de tener relaciones sociales positivas, una de las necesidades humanas más fundamentales y universales.
La distancia prudente
A pesar del pesimismo, la genialidad de la parábola resonó con quienes sondean los desafíos de la intimidad.
Freud la popularizó cuando, en 1921, se refirió a ella en “Psicología de grupo y análisis del yo”, al discutir sobre la “ambivalencia de los sentimientos” inherente a las relaciones a largo plazo.
Para el padre del Psicoanálisis, no había el afecto puro: en el amor, hay odio, en el odio, amor.
Como él, otros investigadores de las relaciones interpersonales han tenido la parábola en mente.
En ocasiones ha sido punto de partida en estudios, como en «¿La exclusión social motiva la reconexión interpersonal? Resolviendo el ‘problema del erizo’”, en el que Jon Maner, Nathan DeWall, Roy Baumeister y Mark Schaller examinaron cómo las personas responden al ostracismo.
En otras, ha sido una herramienta para reconfortar a pacientes agobiados por sentimientos encontrados respecto a las relaciones íntimas, como en el caso de la psicóloga Luepnitz.
Muchos de nosotros, apuntó ella, experimentamos «la soledad como un fracaso personal más que como una condición esencialmente humana«.
«La parábola normaliza un problema que muchos consideramos como un peculiar defecto de carácter», escribió.
Ha servido también como una ilustración de la importancia de los límites, tanto físicos como emocionales, así como de varios otros aspectos de las relaciones interpersonales.
Y ha figurado en la cultura popular, notablemente en la aclamada serie anime «Neon Genesis Evangelion», aplaudida por su exploración de una serie de cuestiones psicológicas y filosóficas.
El personaje principal, Shinji Ikari, es un joven abandonado por su padre, que lucha contra la depresión y la ansiedad.
El dilema del erizo es introducido en un episodio y desarrollado en el siguiente (que lleva ese título), para explicar la tendencia de Shinji a alejarse para evitar el riesgo de ser herido.
«Con el tiempo lo resolverá. Parte de crecer consiste en intentar una y otra vez, mediante ensayo y error, encontrar la distancia adecuada para evitar hacerse daño», anticipa Misato, otro de los personajes principales.
Otra conocida mención apareció en «This emotional life», una serie de PBS (servicio de medios públicos de EE.UU) sobre la naturaleza de la felicidad, las relaciones y la condición humana, de boca de la autora del libro «Comer Rezar Amar», Elizabeth Gilbert.
“Los erizos que habían aprendido a generar su propio calor eran capaces de mantener la distancia más segura con otros, lo que no significaba necesariamente vivir una vida de aislamiento, sino simplemente no empalarse con otras personas», afirmó Gilbert.
«El camino hacia eso es el secreto más cercano a la felicidad que he aprendido jamás”.
Schopenhauer mismo había ido un poco más allá con aquello de la autogeneración de calidez.
Su escrito sobre los erizos terminaba diciendo «quien tiene mucho calor interior propio preferirá mantenerse alejado de la sociedad para evitar dar o recibir problemas o molestias«.
El filósofo pensaba que todo eso que buscábamos en los otros lo podíamos encontrar en una soledad refinada por el desarrollo de nuestro intelecto y la profundización de nuestra apreciación del arte.
Si podíamos sumergirnos en un buen libro o elevarnos escuchando una gran obra musical, ¿para qué interactuar con seres humanos?
«Como regla general, se puede decir que la sociabilidad de un hombre es casi inversamente proporcional a su valor intelectual», declaró en otro ensayo.
Para los muy poco sociables, consideró, «la soledad es doblemente ventajosa«.
«En primer lugar, le permite estar consigo mismo y, en segundo lugar, le impide estar con otros, una ventaja de gran importancia, dada la cantidad de restricciones, molestias e incluso peligros que existen en toda relación con el mundo».
Lo sabía de primera mano pues él prefería no arriesgarse a pincharse con las púas de los demás, así que vivió virtualmente aislado.
Tras una larga carrera filosófica, Schopenhauer murió en su apartamento de Frankfurt en 1860 a la edad de 72 años.
En sus últimos años recibió la aclamación que siempre había ansiado, pero nunca tuvo éxito en el amor… de los seres humanos, aunque sí de otros seres menos espinosos: los perros que siempre lo acompañaron.
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