El 28 de abril de 1965 inició una masiva invasión de tropas norteamericanas a la República Dominicana. Cada cinco minutos aterrizaba en la Base Aérea de San Isidro un avión con tropas y equipos. Aviones tan grandes que algunos traían tanques de guerra.
En pocos días habían en nuestro suelo más de 45 mil soldados invasores, con lo último en armamento.
Esas tropas vinieron a impedir el retorno de la democracia y la constitucionalidad; vinieron a proteger sus interés, no de ellos, sino de quienes los mandaron; vinieron a proteger a los traidores dominicanos.
Acostumbrados a imponer su poderío, pensaron que podrían pisotear impunemente nuestra tierra. Pensaron que nuestro pueblo se arrodillaría ante sus botas. Pero se equivocaron. Los dominicanos les demostramos al mundo que más puede la dignidad que los cañones; que cuando se sabe por qué se lucha, más puede un puño que un fusil.
Cómo dijo Francisco Alberto Caamaño Deñó en su histórico discurso de renuncia a la Presidencia de la República: “No pudimos vencer, pero tampoco pudimos ser vencidos”. El pequeño David del Caribe, contra el inmenso Goliat del Norte.
Pocas veces en la historia universal se ha visto una guerra tan desigual; y pocas veces se ha visto un pueblo que luche con más heroísmo.
Tuvimos más muertos que ellos, es cierto, pero al menos los nuestros abonaron con su sangre su tierra libre, murieron por nuestra soberanía, cayeron como héroes. Los invasores mueren como lo que son: invasores; su sangre se derrama en un suelo ajeno, mueren sin saber siquiera por qué están muriendo.
A esos mártires que cayeron por la libertad, y a los que aún viven a pesar de haber arriesgado su vida, un saludo de respeto y admiración.
¡Viva la República Dominicana!