Lo vi volar y cantar feliz por el camino.
Automáticamente solté mi escopeta, me senté sobre la grama humedecida y empecé a llorar avergonzado.
Otros cazadores pasaron eufóricos por mi lado ignorando mi presencia. Yo les gritaba desesperado para que se detuvieran, sin lograr mi propósito.
Luego… ¡sonó un disparo!, y un rayo de luz como herido de muerte saltó del bosquecillo de la aldea y se perdió en el cielo, y en su trayecto dejó suspendido en el espacio un hilo rojo y deslumbrante.
Todos los cazadores celebraron con morbosa alegría la muerte del ruiseñor.
Diamante, -mi perro y mejor amigo-, llegó corriendo, y llorando me dijo –“Amo, la aldea acaba de perder su inocencia y se quedó sin música”-. Yo lo abracé emocionado, y llorando los dos, empezamos a caminar en busca de otra aldea.