El domingo pasado fui a misa en la parroquia de santo Tomás Moro, en New Haven, y no pude menos que maravillarme.
La luminosidad y espartana elegancia del templo eran lo de menos. Según la tradición norteamericana, el párroco y el padre oficiante recibían en la entrada con un acogedor gesto y alguna amable palabra de bienvenida.
La eucaristía comenzó con puntualidad impecable.
El coro exquisito, acompañado sólo de un piano, parecía integrado por ángeles. Vibraba en el aire una genuina espiritualidad, interesante porque casi todos los feligreses eran jóvenes estudiantes. Lucía una comunidad integrada, realmente evangelizada.
El padre celebró con una cálida sonrisa y su prédica fue breve e inteligente. Al final, despedía en la salida a cada cual como cuando se visita un hogar. Comparar es odioso, pero ¡qué santa envidia sentí!