Uno de los encantos de Santo Domingo, frecuentemente olvidado, es la enorme población de aves que nos acompañan y alegran la existencia con sus cantos y vuelos.
Desde las bandadas de bullosos pericos o los nocturnos querebebés que recién han retornado, hasta los vencejos o golondrinas y tijeretas y pelicanos del Malecón, los capitaleños somos afortunados por tan buena compañía.
Pero ayer me entristeció muchísimo encontrar justo frente a la puerta de mi casa un pichón de aliblanco, entripado de lluvia, que extrañamente se dejó agarrar sin tratar de volar.
Al tomarlo, vi que tenía un perdigón en una pechuga, un ala rota y una terrible infección. Era imposible curarlo. Evidentemente alguien había tratado de cazar al rolón, pese a su mansedumbre urbana.
En una ciudad donde pocos respetan leyes tan básicas como la de tránsito, pretender dedicar atención a cazadores citadinos furtivos parecería utópico.
Quizás lo único que pueda hacerse es vigilar o atender para que en cada vecindario no acaben palomas, rolones y demás aves comestibles. ¡Qué tremenda barbaridad!