El chisme, esa murmuración cierta o falsa expresada usualmente para indisponer personas entre si, tiene una valiosísima función social. Al chismoso le temen; es peligroso…
Los virtuosos encuentran en el tortor de la maledicencia un incentivo negativo para evitar caer en boca del chismoso o afectar con dudas su honra y su fama.
La falta de aprecio por el honor y el prestigio incentivan muchísimas inconductas, especialmente entre malandros tan urgidos de dinero que saldan su búsqueda pagando con algo tan inapreciable como la reputación.
Con el asunto de si la corrupción y la impunidad pueden o deben combatirse con auxilio de la DGII, Aduanas y otras similares dependencias oficiales, ¿no sería maravilloso si el chisme –eufemísticamente designado “rumor público” para fines judiciales— informara a fiscales y jueces para iniciar u orientar sus pesquisas? Pero nadie se atreve. Tirar la primera piedra es difícil.
Consecuencias malas y ningún beneficio. ¿Somos todos corruptos como decía Herrera? No creo. Pero sí bastante pendejos porque, ¿hasta cuando el silencio de tantos encubrirá lo malo?