Me entristeció el cierre del Vesuvio, de tan particular grafía como el antiguo aceite “Manicero”. Hace medio siglo, cada fin de semana mis padres cumplían la rutina de una comida fuera de casa, paseo y misa (en San Antonio, Santo Tomás o la Catedral, según hora conveniente).
Había pocas opciones: Mario’s (chino frente al parque), Lina (español en la Independencia) o el italiano Vesuvio costero.
Con mis hijos repetí la tradición. Había platos dignos de concurso como su filete Enzo, las ostras y langostas fresquecitas, su puré de papas gratinado o del menú para niños las pechuguitas en cremoso nido de pasta. El ambiente siempre opacó la cocina, que nunca fue menos que buena.
Ningún restaurante en Santo Domingo superó jamás al Vesuvio en amabilidad y corrección del servicio.
La emigración de Gascue y el abandono del malecón estragularon el negocio. Recientemente celebramos allá un cumpleaños de mi mamá; fue mágico: el carrito de antipasto, la pecera, la Virgen… Y Enzo, con su bella sonrisa de experto anfitrión. ¡Qué gran pena!